Los jóvenes ya no dicen «te quiero mucho»
Con la progresión de las nuevas tecnologías, nos hemos convertido en seres huérfanos de las más estrictas normas de ortografía
La osadía de nuestro tiempo consiste en escribir sin faltas de ortografía. Caray, la de veces que tengo que leer mis artículos antes de mandarlos ... por miedo a que se cuele alguna errata, una v que quiere pegar el estirón y convertirse en b. O la h, que aparece y desaparece como bocanadas de humo. La h es el tabaco de nuestro alfabeto: una letra perjudicial, pero terriblemente seductora cuando la vemos escrita, entre vocales, como Bogart en Casablanca despidiéndose de su amor.
Leo estos días que en todos los rincones de nuestra fragmentada España aún queda algo que nos hermana. Se trata de los suspensos masivos en las oposiciones a profesores por acumulación de faltas de ortografía. ¡Qué oxímoron, un profesor delinquiendo con el lenguaje! Uno abre los periódicos y en todas las cabeceras provinciales encuentra la misma situación: quejas de los aspirantes a causa de lo que consideran exámenes largos y difíciles, plazas sin cubrir que se declaran desiertas ante la falta de aprobados y críticas de los tribunales por el escaso nivel de los candidatos.
La ortografía se acerca a la ciencia en cuanto a sus leyes inmutables a corto plazo. Es cristalina. Si un estilo narrativo nos puede atraer más o menos, las faltas y errores ortográficos no permiten discusión. Hay una normas ancestrales que están sentadas desde hace siglos. A todo ciudadano se le enseña a escribir desde la más tierna infancia y somos seres sociales porque leemos constantemente en los demás, en los letreros de la calle, en las tazas del café y en los medicamentos que nos alivian el dolor. Somos seres lectores, aunque no nos guste leer. Porque sin lectura no hay memoria, no hay vida civilizada y no hay futuro.
No sé a quién puede sorprender que el aspirante a profesor tenga carencias de ortografía. Hace ya años que vivimos en una sociedad que da la espalda a la escritura como artificio de construcción personal. Me refiero a una escritura a mano, sin correctores automáticos, donde el individuo se enfrenta a sus dudas en soledad. Yo mismo tomé todos los apuntes de la carrera a ordenador, con una escritura militar, que no atendía a los puntos ni a las comas. Con la progresión de las nuevas tecnologías, nos hemos convertido en seres huérfanos de las más estrictas normas de ortografía. Basta mirar una conversación de whatsapp cualquiera, con la madre o el vecino, con el amante y el enemigo. Prima el tiempo, que se nos escapa de las manos, y se han impuesto las abreviaturas como atajo social, aunque signifique una enfermedad lingüística. Los jóvenes ya no dicen «te quiero mucho», sino «tkm». Lo he llegado a ver en exámenes y redacciones de mis alumnos. Porque su realidad es esa, a lo que les hemos acostumbrado, lo que le hemos permitido.
Y esos niños se hacen adultos, y van a la Universidad. Las formas se mantienen. Existen dos mundos paralelos: el de la escritura relajada, cotidiana, en el que se permite la transmutación de la v con la b, la huida de la h de permiso de paternidad; y el riguroso y siempre incómodo registro formal, donde nos sentimos intrusos. Ahí están los correctores, la inteligencia artificial, para suplir esas carencias que año a año se hacen más evidentes. Luego llega el examen de oposiciones, la frialdad del folio en blanco y la muñeca escribiendo en piedra como escribas mesopotámicos, horas y horas de examen a los que ya no estamos acostumbrados, con un alfabeto que hace tiempo que no hemos ejercitado, porque en el día a día, qué importa escribir bien o mal, si lo primordial es que María sepa que «la keremo mch».
El culpable no es el aspirante a plaza de profesor que ha visto cómo ha suspendido por faltas de ortografía. Al menos no solo él. Recibí hace unos años la visita de una inspectora de educación en mi centro educativo y me prohibió tajantemente penalizar las faltas de ortografía. El alumno de quince años hoy puede aprobar un examen de lengua aunque decidiese escribir todas las palabras con b. Cuando hay restricciones, son tan mínimas, que el alumno prefiere no perder tiempo en plantearse la verdadera esencia del verbo haber.
Bogart lo diría mejor que yo, fumándose su cigarrillo mientras la h se pierde para siempre en el cielo de Casablanca. Nos hemos acostumbrado a vivir al margen de la ortografía. En la escuela más elemental se prima el juego, los sentimientos, la afección, y se deja de lado la escritura, el funcionamiento de nuestra lengua, que es vital para la madurez intelectual. Los profesores de instituto no tienen armas para luchar contra la desafección de la ortografía y leer, que es la piedra angular del desarrollo, ya se ha convertido en un arcano de otro tiempo. Y todo irá a peor, porque los que legislan tal vez también sean incapaces de pasar la misma prueba que le exigen a los profesores de nuestros hijos. Ojalá una prueba de ortografía en cada escaño. Tal vez así entiendan la necesidad de salvar el país a través de la ortografía.
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