Francisco, los lobos y los corderos
Este Papa ha sido el primero en ser juzgado por sus palabras, no por sus acciones
El Papa bueno, el Papa de los pobres. El que nos hablaba en susurros y no con la voz tenebrosa de Dios. Todo eso he ... leído en las esquelas de esta semana, a medio camino entre la conmoción y la santificación, aún sin enterrar el cuerpo de un hombre que llegó desde la periferia para ocupar el sillón del centro del mundo. Jesuita, hispanoamericano, lo tenía todo para iniciar un cambio en la Iglesia Católica. Desde su propio nombre electo, Francisco, como quien llama a un amigo bondadoso, el pontífice ha erigido su apostolado sobre las palabras y los gestos. Hoy que la muerte silencia ambas, ha quedado solo una plaza abarrotada, una fachada inmensa de humo, desde aquella fumata bianca de hace doce años. La figura de un hombre al que todos le atribuyen una revolución que no se ha producido.
Este Papa ha sido el primero en ser juzgado por sus palabras, y no por sus acciones. O por la ausencia de ellas. Nunca antes un papado tan vacuo ha recibido tantos parabienes. No hay tema actual que resista al más mínimo análisis riguroso en el que Francisco se haya puesto de perfil o haya dicho una cosa para luego hacer la contraria. Su forma de actuar ha sido, en pura esencia, un manual de populismo adaptado a la Iglesia mediatizada. Ha lavado los pies de los pobres, ha rezado en soledad frente a un Vaticano vacío y se ha dejado grabar frente a endemoniados, como en los tiempos bíblicos. Incluso ahora dicen sus rapsodas que ha elegido enterrarse en un lugar humilde, lejos del Vaticano. Santa María la Mayor, de Roma, a pocos pasos del Coliseo, es la basílica de la ciudad, uno de los templos más exuberantes del barroco contrarreformista.
Convendría analizar el mecanismo que ha llevado a Bergoglio a ser un Papa tan querido sobre todo entre los no católicos. Las mismas personas que exigen, en muchos casos, una pureza ideológica cátara, transigen con las novedades de un Papa simpático que no ha ido más allá del chiste o la frase conveniente en el momento justo. El caso de la homosexualidad es definitorio. Hoy se reproducen sus declaraciones, casi como el epitafio de su papado: «¿Quién soy yo para juzgarlos?». Sin embargo, no ha movido ni un dedo por su inclusión en el seno de la Iglesia. Más bien al contrario. Ha exigido a la comunidad homosexual abstinencia y se negó a aceptar el matrimonio igualitario. Dijo de él que era una «pretensión destructiva del plan de Dios» y cuando pensaba que nadie lo escuchaba declaró que los seminarios estaban llenos de «mariconería». Presionó al Gobierno de Irlanda e Italia para que no se aprobase la ley y ante su fracaso, anunció que el amarse entre dos personas del mismo sexo no será un delito, pero sí un pecado.
Nada fuera de lo común para un Papa. Lo extraordinario es la euforia colectiva en la que ha caído la sociedad, alabándolo no por lo que ha hecho o dicho, sino por lo que hubiesen querido escuchar. Tampoco en el tema de la eutanasia o el aborto. Francisco reservó la palabra «sicario» para todos aquellos médicos que los practican. Descubrirán algunos que la Iglesia está en contra de interrumpir la vida, propia o ajena, y les sentará mal. Pero es que se mueven antes las montañas que las doctrinas. Y quien reza al Dios de los católicos sabe las reglas del juego. También Bergoglio.
Esta terrible confusión ha llevado a hablar del Papa como un luchador por la igualdad de género. La realidad también desmiente la ensoñación. Francisco se comprometió a estudiar la equiparación entre diáconos y diáconas, para que estas pudieran administrar el bautismo o celebrar matrimonios. Nada de eso ha ocurrido. Tampoco les ha concedido el derecho a la comunión a los divorciados, como indica en 'Amoris laetitita', su última exhortación apostólica. Por atribuir, incluso al Papa se le ha otorgado el rol de luchar contra el cambio climático. Tal vez por eso jamás visitó España o Argentina, pero sí Mongolia.
Los charcos que ha pisado este Papa que tenía más de peronista que de descendiente de Pedro han sido múltiples, innumerables. Podríamos hablar de su tibieza con la guerra de Ucrania, de sus palabras para buscar la paz, similares a las que hoy Trump utiliza para imponer un fin injusto, donde Ucrania sea la gran derrotada. O la reacción al atentado de 'Charlie Hebdo', justificando la violencia y afirmando que «no se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás», para decir que si alguien enuncia una palabrota contra su madre, «le espera un puñetazo».
Terminará este baile de san Vito global en el que tanto la derecha como la izquierda están sincronizadas. Mientras tanto, los católicos están demostrando un ejercicio de resignación propia de los primeros cristianos frente a Nerón. Lamentan la muerte del ser humano que escogió el Espíritu Santo, pero saben en su interior que el Espíritu Santo también puede equivocarse en sus elecciones. ¿No será acaso signo de los tiempos confundir a lobos con corderos?
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