Apuntes desde la Bastilla

Día electoral bajo el Vesubio

Imagino que los Helvio Sabino del momento hace demasiado tiempo que dejaron de tener vecinos reales y lo que encuentran por la calle son aduladores o detractores

Domingo, 23 de julio 2023, 08:21

Permítanme que les exponga la dificultad de escribir un artículo sobre elecciones en el mismo día en el que se celebran. Cualquier línea leída más ... allá de las ocho de la tarde quedará desactualizada y esta columna sin fuste estará abocada a la insignificancia. Ni siquiera tendría cabida para un lector de lunes, que los hay, esos que alargan el fin de semana con el periódico del domingo. Si arriesgo, en cambio, con el vaticinio de un resultado corro el riesgo de desacreditarme para siempre. Aún no tengo las dotes de Casandra y no hay muros de Troya a los que llorar. De momento, claro. Incluso podría ser considerado un exaltado a diestra y siniestra, por pedir el voto para un candidato. ¿Quién soy yo para aconsejar el voto a ustedes si a mí me ha costado años aclararme? Esta es la tercera vía, la de los equidistantes o cursis, la de escribir en este artículo las bondades de la democracia y la inmensa responsabilidad que supone votar. Pero yo aún no quiero viajar a esos lugares comunes. Además, para añadir valentía al artículo, les confesaré que hoy estoy en Pompeya, justo delante de un cartel electoral de hace dos mil años.

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Un tal Helvio Sabino se presentó a las elecciones en el año 79 d.C. Era un pompeyano de toda la vida, de familia conocida, con cierto regusto genealógico de nobleza. Un tipo carismático que cuando caminaba por la calle, esta misma que ahora acoge a los turistas alucinados, con grandes losetas de piedra donde refleja el sol, era recibido por sus vecinos con aplausos. Helvio Sabino se presentó a las elecciones para ser elegido edil, un cargo importante dentro de la magistratura romana, porque quería mejorar su barrio, y por extensión la ciudad. Pretendía celebrar los juegos más fastuosos de cuantos se hubiesen hecho nunca. Comprar tantos gladiadores como fuese posible. Almacenar más grano que las ciudades cercanas y construir templos dedicados a dioses venidos de fuera, para acoger mejor a los extranjeros que ya ocupaban barrios enteros a las afueras de Pompeya.

El mensaje que utilizó el aspirante a edil fue simple y directo. «Vota a Helvio Sabino, por bueno». En letras negras, en una calle cualquiera de la ciudad, este romano quiso lanzar un mensaje claro para convencer a sus vecinos. No debían confiar en él por su buen hacer, por sus dotes de gestión o incluso por su dominio de la palabra en el Foro. Todas esas facetas de la vida pública quedan al margen a la hora de tocar el corazón de los electores. ¿Qué son los grandes discursos, las canteras de mármol bien abastecidas o los territorios conquistados cuando se tiene delante a una buena persona? ¿Qué hay más fuerte que la moral, el buen comportamiento, la bondad de un hombre que no tiene nada que ofrecer salvo su magnanimidad?

Algunas cosas han cambiado por más que sigamos siendo Roma en muchos aspectos. Hoy en día, ser buena persona es el último reducto de los políticos mediocres. La última baza electoral que utilizan algunos es afirmar que, al menos, su candidato no ha robado, como, se sospecha, suelen hacer los del gremio. No hay carrera más desprestigiada en la actualidad que la de político. Se presupone que quien abandona su vida laboral, sus estudios (porque muchos ven la luz de Cicerón en su más tierna juventud, tanto que no les ha dado tiempo a cotizar en nada) lo hace por una voluntad de servicio público, un sacrificio que, como al pobre de Helvio Sabino, le desprende de su vida para entrar en un laberinto de problemas que apenas lo deja dormir.

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Soy más pesimista mirando los carteles electorales de nuestro presente. Imagino que los Helvio Sabino del momento hace ya demasiado tiempo que dejaron de tener vecinos reales y lo que encuentran por la calle son aduladores o detractores, ambos incapaces de salir de la campaña electoral durante toda la vida. Hay, sin embargo, similitudes entre las elecciones pompeyanas y las de esta jornada dominical en la que los españoles hemos sido convocados a las urnas, con ola de calor y termómetro de abstención calculado. Les hablo de esa amenaza que se cierne sobre las elecciones, ese fin del mundo programado desde hace meses, años incluso, en el que estamos instalados. Ese lodazal pestilente en el que entrará España si ganan las izquierdas, esa dictadura fascista irreversible si lo hacen las derechas. Esa partida a vida o muerte constante en la que está instalada nuestra política desde hace décadas, cuya crispación apenas deja respirar y convierte a respetados medios, periodistas, pensadores y hombres y mujeres cabales en exaltados defensores de la mediocridad.

Helvio Sabino no pudo ser elegido edil porque el Vesubio entró en erupción durante la campaña electoral. Su fin del mundo era cierto. El nuestro ha sido anunciado tantas veces que tal vez estas sean solamente unas simples elecciones.

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