Delitos de odio
Apuntes desde la Bastilla ·
Tuve que apagar el móvil y concentrarme en el paisaje para no contagiarme de este veneno que mancha las palabras y confunde el pensamientoVolvía de Barcelona en el coche cuando escuché la noticia de que un niño de once años había sido asesinado en Mocejón. Las primeras informaciones ... eran confusas y las notas de prensa escuetas. Me costó entender la hondura del hecho y pensé que había entendido mal la edad de la víctima. Poco a poco fueron llegando, como pétalos caídos de una flor tardía, más detalles del brutal suceso. Como mi impaciencia superaba el ritmo de la realidad, decidí dar una vuelta por las redes sociales en busca de explicación. ¿Cómo se puede asesinar a una criatura de tan corta edad durante un partido de fútbol?
Lo que encontré en la selva ponzoñosa de las redes fue un tratado de hooliganismo, una arena romana en la que los leones se lamen las fauces en busca de presas. El niño de once años había pasado a un segundo plano (y llevaba escasas dos horas muerto) y ahora se debatía la identidad del asesino. Circularon teorías de todo tipo, nacionalidades y motivaciones. La mitad del foso clamaba venganza contra los impíos bárbaros venidos de África y la otra mitad reclamaba castigos ejemplares contra el ser mesetario que se escondía detrás del infanticidio.
Tuve que apagar el móvil y concentrarme en el paisaje para no contagiarme de este veneno que mancha las palabras y confunde el pensamiento. Mientras la sociedad digería el asesinato de un niño, una parte importante del país deseaba que el asesino fuese extranjero y otros tantos rezaban salmos para que fuese español. Aparecieron analistas sesudos para informar de la lista de condolencias y pésames a la familia: que si tal ministro aún no había dicho nada, que si el político de la oposición aún estaba en la playa, que si el deportista de turno seguía con su raqueta sin haberse pronunciado.
La tragedia mayúscula del asesinato de un niño no podía pasar desapercibida para nuestra clase política. Y no me refiero al estudio y análisis de las causas, para, en un futuro, impedir dentro de lo posible estas desgracias. Me refiero a la acción en caliente, al tuit de pólvora rápida y fresca, lanzado al corazón del oponente. No hablamos ya, una semana después, del niño asesinado, sino de los delitos de odio que se esparcen por las redes y que hacen tan difícil la vida democrática.
Por supuesto que los delitos de odio existen y forman parte de una realidad a la que no deberíamos acostumbrarnos, pero este articulista que escribe se huele de lejos el olor de los intereses creados. Ya se anuncia en el horizonte una ley que regule y pene los delitos de odio en las redes sociales. Sería una acción bondadosa si aún quedase bondad en el Ejecutivo. ¿Qué es un delito de odio para el Gobierno? ¿Dónde empieza y dónde acaba el odio? ¿En qué barrio? ¿En qué franja ideológica?
Pongamos un ejemplo para no dejarnos llevar por el fuego de las antorchas frente a la plaza pública. Cuando se publicó la noticia, hace años, de que un chico había sido agredido en Malasaña por ser gay, estas mismas redes responsabilizaban de la agresión a todo el ámbito de la derecha española (la catalana y vasca siempre se van de rositas). Surgieron piras populares que conectaban el brutal delito con comentarios que habían hecho políticos en el Congreso, aunque no tuviesen nada que ver. A las horas se demostró que la víctima se había inventado la agresión y la pira dejó sus huellas calcinadas en la plaza.
La cuestión angular radica en quién decidirá lo que es un delito de odio. ¿Lo es llamar a una persona fascista? Para mí, el fascismo es una de las peores creaciones del ser humano. Tristemente, escuchamos este término como insulto a todo aquel que se posicione en contra del ideario gubernamental. ¿Actuará la fiscalía cuando se llame facha a diestro y siniestro? ¿Es un delito de odio tildar de maricón a un futbolista? ¿Y gritarle a Vinicius «negro de mierda» y mono? ¿Consideraremos odio el acto en el que se reciba entre aplausos a un etarra en la plaza del pueblo? ¿Merecerá la catalogación de delito de odio el olvidado Quim Torra por decir que los españoles que acuden a trabajar en Cataluña tienen un gen menos que los catalanes? ¿Y provocar la animadversión contra los madrileños por disfrutar del verano en el resto del país como hacemos todos los ciudadanos? Son preguntas que me planteo por si a alguien se le ocurre aprovechar la ola de consternación para implantar leyes que sujeten aún más el tablero hacia un lado. Porque de eso se trata, de seguir ganando esta partida inmoral, mientras un crío de once años ha sido enterrado en Mocejón.
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