En defensa de María Pombo
Defiendo la literatura como forma de vida, como camino para alcanzar algo tan metafísico como es la felicidad. Pero no intento imponerla a los demás
En nuestro inexorable camino hasta convertirnos en Islandia, ese país que adquirió la costumbre de pasar la Nochebuena leyendo, sin hablar, sin comer, sin ni ... siquiera mirar las brasas de la chimenea a la espera de la llegada de Papá Noel, hemos encendido la pira de las inquisiciones para chamuscar a María Pombo. Me dicen que la víctima de esta semana es famosa por exponer y vender su vida en redes sociales, lo que antes conocíamos como teletienda. Hoy en día cualquiera puede alcanzar la fama publicitando botes de maquillaje, contando su experiencia tropical en una playa con bronceado, mostrando la evolución de una barriga embarazada o llorando frente a las cámaras porque la selectividad ha salido peor de lo esperado. Y según me cuentan, María Pombo es de las mejores en eso de aparecer en la pantalla del móvil.
Solo sé de ella que ha afirmado, con la rotundidad de un rostro bello y la seguridad que dan millones de seguidores, que no le gusta leer, que hay que superar ese trauma de saberse ignorante. Y debo decir, entre el asombro que me produce tal muestra de sinceridad y lo estudiado de la imagen que María Pombo tiene razón.
Pareciera que nuestra sociedad se ha convertido, de la noche a la mañana, en una biblioteca inmensa, donde cada usuario, votante, pagador de impuestos, compite para ver quién tiene una librería más grande en la alcoba. María Pombo ha sacado del armario no a los ávidos lectores que se escandalizan porque alguien haya decidido contar que no lee, sino a los inquisidores que señalan con alegría soviética los males de la sociedad. Y María Pombo tiene razón. Claro que la tiene. No pasa nada si no se lee. Ella se ha asomado al precipicio y no le ha importado tirarse de lleno.
La literatura no nos hace mejores personas. Es falso que un gran lector es un ser cargado de luz, portador de una moral superior a la del resto. Conozco a grandes cabrones cuyas bibliotecas envidio, lo cual, tal vez, me convierte a mí también en otro cabrón. Los libros nos ayudan a crecer. Nos dan las armas para defendernos, en el día de mañana, de los posibles conflictos que sucedan en el futuro. La lectura es crucial, a mi entender, para el desarrollo personal, para alcanzar una madurez y libertad de pensamiento tan ausente en nuestras ágoras. Pero no es un pasaporte seguro hacia la bondad, ni hacia la eficiencia, ni hacia la excelencia. El mundo está lleno de frustrados que acumulan miles de lecturas, que miran por encima del hombro a quien, feliz tras una jornada de trabajo, vuelve a casa con su familia o saborea el placer de una buena tertulia de bar. Y sin libros en las estanterías, oiga.
Le concedo a María Pombo la valentía de haber declarado su animadversión por la lectura. Y da en el clavo al decir, de forma clara y sin florituras, que los libros no encierran en sí la quintaesencia del progreso. Fíjense en ese Zapatero que se vanagloriaba de ser un gran lector de Borges. O las universidades, con sus lectores radicalizados y comisarios literarios. ¿Cuánta inquina ha salido de los estudiosos de 'El capital', sin pretenderlo el pobre de Marx? ¿Cuánto veneno le quisieron inculpar a Nietzsche, cuando Alemania se convirtió en un régimen de terror? En aquellas multitudes que auparon a Hitler o Lenin al poder había mucho analfabeto, pero también ilustrados lectores que pasaban las horas leyendo a Séneca mientras escuchaban a Bach.
Defiendo la literatura como forma de vida, como camino para alcanzar algo tan metafísico como es la felicidad. Y a mí, de vez en cuando, me funciona. Pero no intento imponerla a los demás (salvo, por ley, a mis alumnos), porque la libertad debe de prevalecer por encima de todo. Gracias a las bibliotecas soy quien soy. Mi amor a los libros me permitió conocer a mi mujer y sentará las bases de la educación de mi hijo. Mi sustento económico consiste en enseñar a los demás el poder de la lectura, en motivar a los adolescentes para que cojan un libro en lugar de un móvil, en llegar al éxito tomando el camino del estudio, de la lectura, y no el de María Pombo. Ya quisiera yo que todos fuésemos más como Irene Vallejo, pero la sociedad es heterogénea y funciona gracias a su diversidad. Un libro no me hace mejor que el que no lee. En las trincheras de la lectura huele a seminario, a moral desfasada, a superioridad recalcitrante. No quiero a una María Pombo en mi círculo de amigos porque probablemente nos aburriríamos el uno del otro, pero tampoco a un Torquemada que lleve la cuenta de lo que ha leído cada uno.
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