El barro de Virgilio
Resulta maravilloso comprobar que lo que resta de la vida de un hombre sean dos versos. La lectura como último intento de pervivir
Ha vencido al tiempo, y es, sin embargo, un simple fragmento de barro. Una vasija rota, incompleta. Hueca, a base de siglos de olvido. Un ... trasto inútil que hace dos mil años servía para saciar la sed, para calmar el aullido en las noches de fiebre. ¿Para qué sirve un cántaro cuando no hay agua? ¿Qué utilidad alberga una jarra cuando existe el fuego a su alrededor, el tiempo que lo devora todo? Somos barro, dice la Biblia. Estamos hechos de ese polvo cósmico con el que un dios, en un día de inspiración, juntó las piezas. Eso es el hombre. Por eso cuesta tanto entender que haya sobrevivido a los siglos, a sus saqueos, a sus lluvias torrenciales de ignorancia, precisamente un artilugio incompleto. Esa es la clave de la supervivencia. No ser oro. Huir de la plata. Solo en el barro está la verdad, la resistencia. Fuimos barro y seremos polvo. Es justo que conservemos solamente un fragmento de vasija cuando pensamos en lo que fue una vida.
No sabemos a quién perteneció ese trozo de jarra que han encontrado los arqueólogos en Córdoba. Salvo algo esencial. Ese hombre, esclavo o liberto, patricio o plebeyo, sabía leer y escribir. Era un romano de la periferia. Vivía en los límites del Imperio, en la Hispania suave de los climas templados. Tendría un huerto. Pasearía de buena mañana entre sus olivos. Se bañaría en el río Betis antes de los festines de garum. Con el atardecer se pondría melancólico. Lloraría al ver a su madre, muerta décadas antes. Tal vez extrañaría a su hijo, legionario, luchando contra pueblos bárbaros. Las vicisitudes de un hombre son tan complejas como para armar toda una mitología al respecto. Pero de su vida solamente nos ha sido permitido rescatar un detalle: esta vasija rota que contenía en su interior, a modo de inscripción, dos versos de Virgilio.
Nos referimos al séptimo y al octavo, de 'Las Geórgicas', un poema dedicado a la agricultura, a los ciclos vitales del campo, a las estaciones del año y al arte de labrar y recoger frutos a base de paciencia. Agua y espera, las alabanzas de un agricultor a lo largo de todos los tiempos. Abrimos la ventana de su vida. Vive en una villa, a la afueras de la ciudad. Trabaja con sus manos por pura pasión. Le gusta ver su labor recompensada en forma de frutos. Le pica la garganta. Se levanta de una silla de madera y alcanza una vasija. Puede ser cualquiera. Esa es vieja, pero todavía su piel transmite firmeza. El agua se refresca en su interior. Y en el fondo de ella, mojados, a la sombra acuática de una época, flotan dos versos de Virgilio.
No son dos versos cualquiera. Hablan del paso del tiempo, de cómo los meses convierten las bellotas en espigas, de qué forma el agua se va introduciendo en la uva y esta, al marchitarse, se torna en vino. Un milagro embriagador, escrito unas décadas antes de que Cristo bendijera en la Última Cena a sus discípulos y les ofreciese un vino suave antes de marchar hacia su muerte. Nuestro romano saborea la tarde. Está cansado, pero es un tedio elegante. Es casi anciano. Ha leído los suficientes papiros en la vida como para saber que todo se acaba, que la felicidad no hay que buscarla en la épica, en las grandes gestas de los hombres, en las aspiraciones de los políticos, sino en la tranquilidad de la tarde, en las posesiones humildes que uno mismo ha reunido cuando llega la noche. Le satisface su vida. Recita versos de memoria y por eso mandó herir la piel del barro con la cita de Virgilio, el poeta mayor del Imperio, el Cervantes del latín.
Después llegó la borrasca. Murió nuestro romano. Cayó Roma, sus murallas y sus ciudades. Vinieron otros pueblos, menos instruidos. Quemaron casas y templos. Otras gentes los reconstruyeron. Es la vida, tal cual. El pacer de los siglos. La hierba de las noches, creciendo a pesar de la muerte y la ignorancia. El romano sabía que todo es fugitivo. Que no queda nada del hombre que vive acorde con sus pensamientos. Que el esclavo y el César no tienen nada al final de cuentas, cuando el camino se desvanece. Pero no es del todo cierto. Ahí están los dos versos de Virgilio, aguantando el temporal, iluminando dignamente tras siglos de oscuridad.
Resulta maravilloso comprobar que lo que resta de la vida de un hombre sean dos versos. La lectura como último intento de pervivir. Dos versos escritos en el siglo I a.C., transcritos cuatro siglos después a miles de kilómetros de Roma, ocultos en el fondo de una vasija para escanciar agua o vino. La alta literatura mezclada con el barro. Mejor. Las letras siendo lodo. Material primigenio. De los labios de una boca sedienta a los versos del alma. Qué hermosa forma de perdurar en el tiempo.
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