Zorras y rufianes
Estamos saliendo aún del paraíso y nos dan miedo los anatemas y las palabras prohibidas
Tan estúpido y simple me parece el argumento de la reivindicación de la mujer y su libertad en la canción 'Zorra' que nos representa este ... año en Eurovisión como el escandalazo que se ha formado por la palabreja en cuestión. Da un poco de grima todo el asunto y vergüenza ajena por el alboroto y la batahola que ha levantado la repetición en no sé cuántas ocasiones de la palabra zorra, como si estuviéramos rodeados de críos que empezaran a pronunciar ciertos vocablos provocadores o lúbricos y les diera pudor decir «pis, caca o culo».
De hecho, le estamos dando a la canción una importancia que no tiene en sí. Se trata a primera vista tan solo de una sencilla melodía festivalera con una letra atrevida y ambigua que, en algunas ocasiones, despierta la curiosidad del espectador. Porque a estas alturas de la película nada de lo que se dice en ella es novedoso u obsceno. O así me lo parece a mí.
Da la impresión a veces de que no nos la tocamos para mear o de que estemos viviendo en un mundo inmaculado, en el que no sucede nada al margen de una falsa moral establecida. Incluso de que no hayamos avanzado apenas desde la cochambrosa posguerra y de que no tengamos más remedio que rasgarnos las vestiduras si queremos estar a la altura de la hipocresía.
Yo no sé el número de veces que se repite la palabra en la canción. Ni me importa tampoco. Pero lo que sí he comprobado por mera curiosidad es que nada de lo que se dice en ella me producirá daños irreversibles en mi sensibilidad de oyente, ni tampoco en la de ustedes. Estén tranquilos. Hace años que podemos decir «zorra» en voz alta por la calle, sin que los grises o los miembros de un ejército de salvación imaginario nos hagan o nos digan nada, siempre que no tengamos la mala intención de insultar a nadie. Tanto es así que la polémica posee hasta un carácter de ternura social. Estamos saliendo aún del paraíso y nos dan miedo los anatemas y las palabras prohibidas. Somos todavía criaturas inocentes en pañales que empezamos a pronunciar las primeras palabras del mundo con el asombro de los recién llegados y, con temor reverencial, nos da miedo pisar la calle, manchar la arena u hollar la nieve. Somos pudorosos indomables, porque necesitamos la censura y la reprobación. Nos gusta refugiarnos en las cavernas y escondernos de la luz, aunque no haya razones claras para ello. Hay objetos, personas e ideas que pasarán a la historia, más por la polvareda que han levantado que por su importancia real, aunque ciertos festivales de música han propiciado siempre esta circunstancia y no han destacado en especial la calidad del producto. El de Eurovisión es, sin duda, uno de ellos.
A mí lo de zorra no me dice mucho, ni para mal ni para bien, aunque no he sido nunca un consumidor de porno. Sobre todo porque me ha aburrido. Tuve el sexo en el cerebro y una imaginación ardiente. No me faltaron imágenes sugestivas, relatos y palabras estimulantes. No necesité de sucedáneos para disfrutar del amor erótico y conocer sus misterios y su mística, pero entiendo que estamos en un país timorato. Que nos han espantado siempre las cosas de la entrepierna y las verdades del barquero. Que pocos padres le contaron la verdad de la vida a sus hijos y así nos va, escondiéndonos de letras como esta: «Ya sé que soy solo una zorra / Que mi pasado te devora / Ya sé que soy la oveja negra / La incomprendida, la de piedra».
Si esto tiene algún intríngulis pecaminoso o lascivo, yo no acabo de vérselo del todo. Será porque tengo mi sombra de rufián como la tenemos casi todos los hombres o porque no estoy dispuesto a ser un mojigato o un gazmoño de tres al cuarto.
Eso sí, la próxima vez, eviten desafinar.
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