La vida retirada
Me va a costar enfrentarme al día en que no tenga que levantarme a las siete de la mañana hostigado por el despertador
Desde hace un par de años podría haber tomado ya las de Villadiego y largarme al fin de este oficio que vengo desempeñando con gusto ... hace casi cuatro décadas. Tengo ya la edad y los años trabajados para irme un poco antes con la misma pensión y, sin embargo, aquí estoy aún, indeciso y entrando en el aula cada día como se va al campo de batalla, con arrojo y valor, resignado pero con la ilusión intacta.
Como veo que se acerca el momento voy reflexionando sobre mi actitud y sobre estos años, que son también un regalo del tiempo. Me aproximo a la vejez, voy soltándome de los días de las obligaciones, de los deberes, y a mi lado oigo de todo: que si uno se retira y acuden las enfermedades, que si no merece la pena seguir aquí, que si cuando te vas y ya no trabajas, no vales para nada y no te consideran una persona útil. Yo atiendo todas las opiniones como el que se halla alejado del precipicio por donde podría lanzarse al mar. No estoy cansado exactamente, porque yo sé lo que es la fatiga bajo el sol durante ocho horas o en las mañanas invernales con frío, y esto que hago cada día no se parece en nada a las vendimias, los jornales en la huerta, las peonadas en la obra o los días junto a mi padre y a mi tío. Esto no se parece a nada de eso. Lo que pasa es que vengo desempeñando esta faena de educar a jóvenes impetuosos e impartirles la asignatura de Lengua y Literatura castellana tanto tiempo que mis fuerzas empiezan a flaquear. Lo he hecho en un instituto, en el tiempo de la mili y en la universidad, lo he hecho con mis hijos y durante los veranos de la carrera para pagarme algunos gastos, pero reconozco que me gusta hacerlo, porque se me da bien comunicarme con los demás, transmitirles algunos conocimientos y contactar con ellos. Han sido mi propósito diario tantos años que me va a costar enfrentarme al día en que no tenga que levantarme a las siete de la mañana hostigado por el despertador, me asee, desayune, coja mi vieja cartera de profesor que, por algún misterio, pesa más vacía que llena, y me vaya al instituto. Ese que, durante años, ha estado lejos y he tenido que acudir a él en coche y que ahora, hace ya más de dos décadas, se encuentra a unas calles de mi domicilio y al que acudo cada mañana andando, como si me diera un paseo, mientras compro el periódico, entro a la sala de profesores, saludo a mis compañeros, me siento en mi lado preferido del sofá que casi me pertenece y me dirijo al aula donde me aguardan una treintena de adolescentes con ganas de guerra. Ellos no han cumplido años desde aquel lejano 1986 en Lorca y a mí la vida me ha ido pasando por encima sin piedad, a veces con violencia, en ocasiones con ternura, otras con amor. Todo parece haber sucedido en un segundo y ahora pienso que continúo en aquella larga mañana de mi primer día, mi primera mañana, y que estoy esperando a que toque el timbre para marcharme.
La imagen es nítida, porque parece que fuera esta misma en la que he saludado a mis compañeros, he cogido mis libros y mi cartera y me he ido al aula. Me esperan atentos y sumergidos en una especie de sueño letárgico. Nunca he tenido verdaderos problemas de disciplina con ellos, han sido siempre buena gente y me han respetado, aunque yo he sido consciente siempre de que cuentan catorce o dieciséis años y no poseen aún el sentido común necesario para quedarse quietos en sus asientos hasta el final de la mañana, dormitando a veces, enfrascados en sus propios pensamientos y muy lejos de mis reflexiones soporíferas sobre Garcilaso, el complemento directo o el barroco. Muchas veces me pregunto cómo es posible que soporten mi rollazo, y me digo que son unos muchachos excelentes y que ojalá les valga para algo lo que les estoy contando día tras día cada mañana.
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