Rodeado de libros
Los que hemos vivido dedicados al estudio y a la palabra, es posible que tengamos una vejez más accidentada
He pensado muchas veces que mi padre, su familia y su generación vivieron rodeados de tierra y de animales, acostumbrados al calor y al frío, ... a las privaciones, a las escarchas y a las largas jornadas de fatigas y de sinsabores, y a todas las inclemencias posibles, mientras que yo he vivido rodeado siempre de libros y de cierta holganza. Aunque ahora que lo pienso no sé qué es peor, porque en los libros está todo, incluido el mal y las desgracias, los padecimientos humanos y el horror, no sé, es posible que no haya tenido mucha suerte en todo esto y me haya tocado la peor parte, porque mi existencia no haya discurrido por un cauce natural.
Esos cientos de libros que he leído, que me han obsesionado hasta el insomnio a veces y que han terminado convirtiéndome en un hombre diferente al resto de los hombres y de las mujeres del pueblo, no sé si me han aprovechado bien, si los he digerido del todo o todavía los tengo atorados en algún sitio de mi memoria o de mi conciencia como fantasmas del pasado. Porque nadie sabe del todo lo que es bueno y lo que no es bueno para el alma y para la fortaleza del cuerpo, si el exceso aprovecha o es más conveniente la privación y el sacrificio. Recuerdo que mi padre aguantaba bastante bien el apetito y la sed, aunque comiera como un hombre del campo, en abundancia y sin melindres. Digo esto porque el otro día me encontré por las calles de Moratalla a un viejo conocido que me confesó tener ochenta y cuatro años y al que yo vi firme e impecable. Era un hombre que había trabajado en la huerta pero se había cuidado y no era ni un intelectual, un señorito ni un chupatintas. Tal vez sea esta la causa primera de una salud de piedra y de su longevidad. Hhemos oído de todo al respecto, y hay argumentos en contra y a favor, pero a pesar de todo yo sigo pensando que el discurrir natural, duro y con determinadas estrecheces nos prepara más y mejor para afrontar una existencia larga y saludable, porque la continencia y el ejercicio resultan básicos para no enfermar en demasía. Así que cuando pienso que he pasado mis más de sesenta años en mitad de libros y papeles, preocupado tan solo por las palabras, su orden y su significado, me digo que muy sana no ha podido ser mi vida y que por fuerza me han atacado los achaques, sobre todo ahora que voy acercándome al final. Aunque nadie me compra este argumento, como se dice ahora, porque la juventud en estos días se ha alargado de una manera mágica y ostensible y ya muy pocos son viejos a los setenta, empezamos a juguetear con la inmortalidad o, al menos, con una mortalidad lejana y remota y a esa distancia ya no le tememos en exceso al final.
Pero, al parecer, los que hemos vivido en paz, dedicados al estudio y a la palabra y hemos desarrollado menos el músculo, es posible que tengamos una vejez más accidentada, con mayores altercados físicos, mientras que los que, como mi padre y mi tío, se criaron en la tierra y con una azada en la mano y una hoz en la otra, logren llegar más lejos y con mejor presencia.
En el fondo es una cuestión de justicia poética y hasta aquí yo no tengo ningún argumento en contra, porque lo que es justo es justo, vivir con dureza para morir tarde en buenas condiciones y vivir bien para pagarlo todo en la tercera edad. Nadie podría oponerse a esto, solo que mi padre y mi tío murieron hace años y ahora, por ley de vida, empieza a tocarme a mí, así que me preocupan mis expectativas y hago cábalas y argumentos, aunque todo esto no sirva de nada porque si buscamos encontraremos cuerpos castigados por el exceso y el desmadre que han pasado de los noventa y cuerpos protegidos entre algodones que no han llegado muy lejos en el tiempo. La existencia es una lotería y no podemos hacer mucho para cambiar esto.
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