Gordos y de otras formas
Nadie es más que nadie, y el que se considere mejor que se mire en un espejo con detenimiento y tome buena nota
Los gordos nunca estuvieron de moda, es más, los gordos nunca gustaron, salvo en la posguerra, supongo, el tiempo del hambre y la necesidad. Ni ... las mujeres ni los hombres, como si su oronda silueta fuese una distorsión al buen gusto y a la norma fisonómica general, aunque solo el peso y su relación con la masa pueda establecer esa distorsión; de hecho, hay gordos y gordos, está Gerard Depardieu y está Kiko Rivera y la diferencia es ostensible, aunque no podría decir quién de los dos pesa más ni importa tampoco demasiado. En cambio la delgadez, salvo en determinadas circunstancias extremas, no resulta ofensiva ni hiriente para nada, más bien al contrario, casi es un asigno moderno de salud y de elegancia frente a los años de la posguerra que era justo lo contrario.
Recuerdo de niño que me contaban de algún miembro lejano de mi familia que había muerto porque se le habían juntado las mantecas, y en aquella expresión yo descubría un guiño pantagruélico casi surrealista, tal vez porque la gordura en su expresión más extrema lo ha sido también. Recordemos el caso de José María Fernández de 49 años con más de 300 kilos, que fue rescatado por bomberos con una grúa desde su casa en San Fernando, para ser ingresado en el Hospital Puerta del Mar, ya que los gordos no han sido nunca bien considerados y, cuando nos hemos pasado unos kilos de nuestra figura habitual, hemos empezado a despreciar la imagen que reflejaba de nosotros el espejo. Porque nosotros tampoco nos hemos querido gordos a nosotros mismos ni mucho menos, aunque con el tiempo la mayor parte de los defectos físicos los vamos superando con la ayuda de los nuestros hasta acabar aceptándonos del todo si el espejo de los ojos de la que nos ama nos refleja sin muchos excesos ni defectos.
Y lo peor es que de este conflicto se derivan enfermedades psicológicas que afectan al más pintado y que suponen casi una pandemia de la modernidad, pues casi nadie se halla conforme con su cuerpo, de lo que sacan tanto tajo y beneficio la cirugía estética, los especialistas quirúrgicos y las pequeñas y habituales operaciones plásticas.
Los gordos no han estado bien vistos nunca, no han sido tendencia ni modelo estético, aunque hoy en día con este desaforado afán protector a esa vieja aversión a la grasa la llamen gordofobia y la asimilen al resto de las fobias. Porque ya estamos en un tiempo en el que no se puede rechazar nada ni a nadie y todo el mundo tiene su lugar entre los otros, viejos, jóvenes, gordos, flacos, heterosexuales, homosexuales o transexuales, todos cabemos en el planeta y, cuando alguien se sienta discriminado, que levante la mano y exponga su queja, que estaremos ahí para inventar una nueva palabra y ponerle un parche a la herida.
Yo, que me he sentido pequeño de estatura toda la vida, ya que no paso del metro sesenta, me acuerdo de Picasso, de Beethoven, de John Keats o del propio Bécquer y siento un alivio momentáneo y unas ganas crecientes de proclamar la pequeñofobia como otra de las lacras que deberíamos combatir a toda costa. Porque en esta vida cada uno es de una manera particular y única y nadie debería sentirse por encima de los otros por unos cuantos kilos menos, un palmo más de estatura, por el color del pelo o por el tono de la piel. Somos lamentablemente muy parecidos, cometemos errores semejantes y no seremos capaces todavía de parar nuestra propia destrucción como especie que circula a gran velocidad y que tiene asegurado su fatal desenlace, de hecho lo tenemos escrito en algunos libros sagrados, pues nadie ha de olvidarse que en todas las civilizaciones y credos nos encontramos con un apocalipsis para terminar la aventura. Esto son cuatro días, como dictaminaban mis abuelos, y nadie es más que nadie, aunque parezca lo contrario y el que se considere mejor que se mire en un espejo con detenimiento y tome buena nota.
Aquí no sobra nadie, ni pequeños, ni gordos ni de ningún otro sexo o raza, hemos venido a poblar la tierra y, ahora, no vamos a irnos.
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