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Algo que decir

La desgracia ajena

Parte de la mejor literatura se ha alimentado de la costumbre de husmear en las vidas de otros y contarlo al resto del mundo

Miércoles, 22 de noviembre 2023, 00:31

Con los programas de cotilleo vespertinos de una conocida cadena de televisión española pasa como con la masturbación femenina: muy pocas mujeres y muy pocos ... televidentes admiten que ven esos programas o que se tocan para disfrutar, pero las estadísticas y el sentido común demuestran lo contrario, y las estadísticas y el sentido común no engañan. Yo creo que lo que une a ambas situaciones debe de ser la atmósfera de pecado, porque ver un programa en el que se informa sobre las infidelidades de algunas estrellas de la canción o del cine o seguir las vicisitudes de un romance mediático posee el tufillo maloliente de las braguetas o las entrepiernas poco aseadas, aunque en estos casos también intervienen los dengues hipocritones de los televidentes de turno. Sin embargo, buena parte de la mejor literatura se ha alimentado de ese vicio, de la costumbre de husmear en las vidas ajenas y contarlo al resto del mundo, y casi siempre eso que se ha contado tenía que ver con la vida íntima de los personajes. De hecho, las grandes novelas del siglo XIX estaban basadas en las intimidades sentimentales y carnales de los protagonistas. Pensemos en la imponente española Ana Ozores, en Madame Bovary o en la elegante Ana Karenina. Podríamos añadir algún nombre más, pero bastarían los enumerados para dar cuenta de una ilustre selección del cotilleo internacional que los lectores de todos los tiempos han necesitado como un canon de las emociones humanas, porque tal vez no basten las necesidades intelectuales ni el mero entretenimiento y nos haga falta la solidaridad con los personajes de las clases altas, esos que compran y venden sus propiedades inmobiliarias con millones de euros, que van al club de campo y entre sus amigos poseen un aristócrata o un banquero de tronío. Porque nos gusta mirar a los más altos, a los mejores, e imitarlos siempre. Algunos hemos pensado alguna vez con una inocencia enfermiza que las virtudes de la sociedad debían ser inmateriales, pero el tiempo y unas cañas nos han quitado la razón. Aquí lo que ha mandado siempre es la categoría, la alcurnia y el dinero y, en su defecto, el poder o a la inversa que igual da, pues donde ande el dinero estará todo.

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