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El odio

ALGO QUE DECIR ·

Lo peor es que lo llevamos dentro y que en un momento dado, sin previo aviso, puede estallar como una bomba dormida

Miércoles, 2 de septiembre 2020, 02:02

Procede de una sustancia altamente inflamable que se origina en el lugar más recóndito e insalubre del corazón humano y, por lo tanto, no tiene razones ni puede explicarlo nadie, sino que surge como un fogonazo deletéreo y llena las avenidas, completa los estadios y las plazas de toros, enceguece y bloquea las mentes y decide sin argumentos los credos, las ideologías y las fes de cada uno, pero posee, además, la mala costumbre de querer imponerlas a todos, incluso con la fuerza si hace falta.

Lo peor es que lo llevamos dentro en estado latente y que en un momento dado, sin previo aviso, puede estallar como una bomba dormida; una discrepancia cualquiera, una diferencia de opiniones, un sentimiento de inferioridad o la presunción soberbia y disparatada de que la vida es como nosotros la concebimos, la creencia estúpida en un puñado de ídolos, de figuras o de iconos y, sobre todo, la ignorancia como principal alimento para sacar todo eso fuera, la ignorancia, la incultura, la ociosidad y la ausencia de reflexión. Confieso que no hay nada a lo que le tenga tanto miedo.

El que ha presenciado alguna pequeña manifestación de odio, no ha podido sino estremecerse, porque ha presenciado la barbarie en estado puro, la animalidad original, palabras y gestos repetidos por un mero empecinamiento del grupo en el que se esconden estos individuos, que podemos llegar a ser todos nosotros, ¡ojo!, porque el mal está en todos agazapado, es decir, pertenece a nuestra condición humana, y es por naturaleza cobarde y necesita imperiosamente de la compañía de los demás. Resulta curioso que para enfrentarnos al amor nos bastemos y no queramos compañía alguna, pero la animadversión y el desprecio requieren del grupo; por eso mismo es tan peligrosa. Como los lobos y las alimañas del monte, como las bestias, también el ser humano ataca cuando siente miedo.

El impulso de la sangre actúa mucho antes que la cabeza y, por eso mismo, casi siempre se equivoca

Las guerras, las calamidades, las sublevaciones cruentas y los grandes actos terroristas nacieron del miedo y de la inseguridad, paradójicamente. El hombre que teme no se detiene a reflexionar, sino que ataca, se enfrenta, embiste y luego, si acaso, se para y pregunta. El impulso de la sangre actúa mucho antes que la cabeza y, por eso mismo, casi siempre se equivoca. Tal vez el odio nazca del error humano, de la irracionalidad o del deseo de hacer daño al otro.

Estos últimos meses lo estoy percibiendo en los debates políticos diarios, en el Congreso y en la calle, como si resurgieran aquellas oscuras brasas del pasado y diezmaran otra vez la esperanza. Hay palabras que por respeto a la humanidad no deberían ya repetirse, palabras que deberían estar prohibidas en el parlamento, insinuaciones y amenazas veladas más propias de matones y pistoleros que de representantes democráticos del pueblo.

El ejemplo que dan estos líderes a los hombres y a las mujeres de la calle es nefasto porque legitiman el insulto, la intimidación y el miedo.

El odio de los que hemos elegido en las urnas resulta despreciable en grado sumo porque reedita y sanciona el odio de la peor fiera sobre la tierra, la que tiene el poder de infligir mucho daño y causar mucho dolor, la que es capaz de destruirlo todo y no dejar piedra sobre piedra, la masa humana, nosotros sin ir más lejos. No me apetece, por repetida y por triste, volver a la vieja cita de Plauto, popularizada por Thomas Hobbes: 'Lupus est homo homini', pero el peor estilo de algunos políticos españoles, no todos claro, aunque así lo querrían determinados nostálgicos, nos recuerda el malestar, el desasosiego y la inquietud en la que navegamos últimamente.

Necesita uno creer en la voluntad de que todos empujen hacia el mismo sitio sin poner demasiadas trabas.

Ya preguntaremos después.

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