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La muerte de Campano

Tal vez el hedonismo de su pintura surgiese de su personalidad y los recuerdos que de él se tengan, especialmente en sus últimos años, no serán color de rosa, pero ¿a quién le importa?

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Lunes, 13 de agosto 2018, 09:14

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Tal vez por ser verano romperé una regla: escribiré de arte. Esto no será una crítica, nunca he hecho una y nunca la haré, tampoco un obituario, será un extemporáneo canto a la pintura con motivo de la muerte, el domingo pasado, de Miguel Ángel Campano a los 70 años.

Cuando empecé en esto trabajé para un marchante. Una de las primeras exposiciones que monté en mi vida fue de Miguel Ángel Campano. Yo tenía 18 y el pintor galopaba a lomos del éxito internacional de la generación de españoles de los 80. Habían roto el ostracismo que sufría el arte español desde Saura, Tápies y Chillida y la presencia de Barceló en Documenta resonaba próxima. Rudi Fuchs lo había descubierto en una exposición de La Caixa cuando vino a ARCO y, tras el de Felanitx, se abrió el mercado francés para Sicilia, Broto, Ferrán García Sevilla, Alfonso Albacete, Campano y otros.

Campano llevaba una vida aparatosa y divertida en París en la que el exceso era constante. Yo esperaba la materialización en tela de una leyend,a pero lo que trajo fueron acuarelas de unos días entre Fornalutx y Soller, su estudio y su casa en Mallorca, con la que tuvo siempre un vínculo casi umbilical, tanto como con la geometría cuestionada. Aquello ocurrió en los primerísimos 90. Miguel Ángel tenía unos 40 años y ya lo había hecho, visto y vivido todo. Su pintura era como la de sus colegas de generación y a la vez dramáticamente diferente. Eran los años en que Barceló seguía siendo bueno y Sicilia se enfrentaba a la travesía del desierto que comenzó con las ceras y las flores. Los demás buscaban caminos y Broto, tan dotado, tan brillante, buscaba el favor del público para configurarse en la gran decepción. Están demasiado cerca aún todos aquellos formidables pintores como para poder juzgarlos solo por los logros de Uslé y Ugalde, la decadencia de Barceló y la desorientación de otros. De otros, no de Campano. Lo que él hizo aquellos años fue pintura con mayúsculas. Podría teorizar toda la noche y no conseguir acercarme a la piel de aquellos cuadros porque solo los pintores entienden lo que ocurre, las dinámicas internas de esas máquinas grandes que poblaron sus cuadros en la década prodigiosa de la pintura europea, tan cerca Baselitz, Lupertz, el mejor Clemente o Immendorf. Casi todos los que escribimos alguna vez de esto solemos ser turistas en el conocimiento epidérmico de la pintura. Es algo que solo se encuentra en los pintores que escriben; en Hockney, en Berger y en Gaya, quizá el español que de manera más efectiva ha trazado el puente imposible entre la palabra y la pintura.

Era pintura lo que ocurría en los años de auge físico de Campano, que aparecía siempre en las fotos de los catálogos flaco, indolente y salpicado en pies y pantalones de la bendita pintura, de ese goteo seminal que fecunda el drama vital del que elige ese camino. Campano pintaba lo que ya se había pintado y tomaba a los clásicos, volvía a Poussin para desestructurar Ruth y Both, la pintura ya desestructurada del padre de todas las academias barrocas. Aquel es el cuadro en el que los personajes se muevan como en teatrillos, en planos adelantados que anteceden a Cezanne, es más, en esa tela Poussin inventó a Cezanne y en el homenaje que ejecutó el de Aix pintó inventó a Campano. Todos tenemos padres y abuelos, lo importante es que sean gente de bien, no tener que avergonzarse de influencias de mierda. Ni uno ni otro eran las verdaderas influencias de Campano; lo era la pintura que, a veces, casi como algo autónomo, recorre sin solución de continuidad la historia de la belleza inaprensible de la materia. La densidad, los empastes sin trampa, a espatulazos, imagino que a veces con fregonas, construían obras insuperables, recuerdo ahora el tríptico del Banco de España y no necesito recuperar las historias que se cuentan porque da igual, son pintura en esa distancia infinita en la que lo narrado es un pretexto para un goce hedonista, gestual, que quien entiende enlaza con la gula, lo obsceno, los pecados capitales sin la ira, que no era necesaria ni buscada ni siquiera cuando la vida pasó factura y limitó las facultades de Campano. Era el momento de la decadencia y él respondió con monocromos. Y me volvió a gustar tanto como antes porque era otro. El nuevo Campano, renovadamente geométrico, limitaba superficies y abría campos a ideas esquemáticas que, contra todo pronóstico, eran coherentes. No intentó volver a ser Campano, como Per Kirkeby hizo con Kirkeby tras su accidente. Kirkeby consiguió volver a pintar casi como antes pero Campano no buscaba eso. No sé si buscaba algo en realidad, el negro no era casual ni estratégico, era anímico. Luego polípticos complejos, formas básicas, cuadros de caballete. Campano, reducido a una silla de ruedas, pagaba de forma bíblica, veterotestamentaria, una forma de vida. No fue una persona fácil. Tal vez el hedonismo de su pintura surgiese de su personalidad y los recuerdos que de él se tengan, especialmente en sus últimos años, no serán color de rosa, pero ¿a quién le importa? No hay que conocer a los artistas, no tienen ningún interés más que para sus amigos y su familia. Su obra se defiende sin ellos.

Dejad un tiempo el rojo cadmio, ha muerto Campano.

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