¡En mis memorias nos veremos!

NADA ES LO QUE PARECE ·

Marsé no se consideró nacionalista, ni catalanista ni españolista: «Solo soy un rendido admirador del trasero de Jennifer López»

Viernes, 2 de abril 2021, 02:34

Las memorias póstumas de Juan Marsé están dando mucho que hablar. Hay quien proclama que, de haber vivido, no hubiera tenido lo que hay que ... tener para publicarlas. Y se equivocan. Se nota que no conocen al personaje. Que no tienen ni idea con qué tipo tratan. Lo que refleja Marsé en esas 'Notas para unas memorias que nunca escribiré', recién aparecidas en Lumen, lo había dicho, por activa y por pasiva, en todos los encuentros a los que había asistido, en todas las ruedas de prensa en las que había participado. Y a los amigos, en privado. Marsé luchó ferozmente contra ese puñado de fantasmas que le han perseguido a lo largo de su vida. Uno de ellos fue, sin duda alguna, el nacionalismo catalán, por el que no sentía simpatía alguna. En este diario de 2004 denuncia algo que luego se ha convertido en un verdadero escándalo público: los tejemanejes y las cuentas turbias de los Pujol.

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El 21 de enero de ese mismo año, Marsé escribe: «Por causa de la lengua, mi posición como novelista no puede ser menor: en Catalunya ninguneado por escribir en castellano, y en el Reino no me quieren porque soy catalán. Así pues, soy fronterizo». La ironía del autor de 'Últimas tardes con Teresa' resulta patente. Nunca permitió, ni en sus últimos años de vida, cuando ya era octogenario atado a una máquina de diálisis y veía próximo su final, que la Generalitat le tributara ningún tipo de homenaje. En una de las entradas de este diario, la del 20 de marzo de 2017, deja el siguiente recado, muy del gusto del mismísimo Groucho Marx: «¿Referéndum o referéndum? Lo lógico sería que antes hubiera una consulta para saber si esa consulta destinada a promover una consulta previa para llegar a la susodicha consulta, previa a cualquier consulta...», etc. Es obvio que Marsé nunca se consideró nacionalista, ni patriota, ni catalanista ni españolista: «No soy nada de eso –apostilla, y uno lo imagina un tanto contrariado, con ese rostro contrito de boxeador sonado que exhibía–. Solo soy un rendido admirador del trasero de Jennifer López».

Desconfiaba de los políticos, de todas las especies y colores. Sentía especial animadversión por José María Aznar y por Rajoy, al que califica de zoquete. Del primero de ellos, llega a decir que «es el político más imbécil que ha dado este país, y hay que ver cuántos hemos padecido». Con los escritores y los artistas plásticos (con Tàpies, sobre todo, al que tildaba de auténtico camelo) sucede otro tanto. Era bien conocida su eterna rivalidad con Juan Goytisolo, del que asegura que le cabía el enorme mérito de haber sido el único escritor español capaz de sacarse en procesión a sí mismo. Al margen de Joseph Roth, Nabokov, sus amigos Gil de Biedma y Ángel González, Cervantes y algunos otros clásicos, amén de los escritores que, según él, supieron vivir la vida (y aquí incluye a Balzac, Dickens, Capote y Hemingway), sentía verdadera devoción por su paisano Josep Pla. El mismo que, según se cuenta, cuando llegó por primera vez a Nueva York y contempló el gran despliegue de luces de los enormes rascacielos, preguntó: «Y esto, ¿quién lo paga?».

Marsé cumplió, finalmente, con el deseo de dejar a sus nietos una buena biblioteca con las obras completas del genial prosista ampurdanés, autor de 'El cuaderno gris'. Entre los escritores españoles reparte cera a su antojo, sin que se libre casi nadie. De Javier Cercas, por ejemplo, con el que –menos mal– tuvo una buena amistad, dice que es una especie de predicador cuya incontinencia verbal nada tiene que ver con la literatura, «sino con la chatarra herrumbrosa de la Guerra Civil». Del bueno de Delibes llega a escribir que su prosa es noble, noble como la pana, «y sus temas nobles y aburridos como aperos de labranza». Y de Cela y Umbral, eximios representantes de la mejor prosa campanuda y de sonajero, mejor no hablar.

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Un amigo común, el desaparecido escritor chileno Mauricio Wacquez, al que tantas veces visité en su casa de Calaceite, en el Bajo Aragón, cada vez que se enfadaba con alguien –yo mismo fui testigo de algún que otro serio altercado–, lejos de recurrir al insulto barriobajero, a la palabra procaz y desvergonzada, ponía siempre fin al desencuentro enarbolando su bastón y exclamando a grito pelado: «¡En mis memorias nos veremos!», con lo que dejaba ahíto y confuso al adversario, que no sabía con certeza lo que se le venía encima.

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