No es hospital para viejos
Lo que debería ser un paréntesis terapéutico acaba convirtiéndose, en no pocos casos, en umbral que conduce hacia la fragilidad
El progresivo envejecimiento de la población ha convertido a los adultos mayores, viejos, ancianos o lo que se tercie en una parte muy significativa de ... los enfermos hospitalizados, en una proporción que seguirá creciendo en un futuro que ya es presente. Sin embargo, los hospitales, concebidos principalmente para diagnosticar y tratar enfermedades con eficacia, no siempre están preparados para atender las necesidades propias de la vejez, que trascienden lo clínico. Es una paradoja inquietante porque las instituciones que más habitan los ancianos, en ocasiones, no tienen en cuenta su fragilidad cotidiana. Para un anciano, cada ingreso puede significar mucho más que una intervención médica, un desafío vital que, a menudo marca un antes y un después en su vida. No se trata sólo de enfrentarse a la dolencia que motivó la hospitalización, sino también a las consecuencias derivadas de la estancia, como la pérdida de autonomía, confusión, trastornos del sueño, alteraciones en la memoria, debilitamiento físico, riesgo de dependencia, o incluso riesgo de acabar institucionalizado. Lo que debería ser un paréntesis terapéutico acaba convirtiéndose, en no pocos casos, en umbral que conduce hacia la fragilidad.
En este contexto resuena con fuerza el verso inaugural del poema de Yeats Sailing to Byzantium 'No es país para viejos'. El poeta irlandés escribía a finales de los años veinte sobre un mundo que no parece hecho para quienes han sobrepasado la juventud, en el que la vejez parecía carecer de lugar, que exalta la vitalidad, el deseo, lo inmediato y lo perecedero, donde los viejos «no tienen cabida entre los que se aparean como pájaros en los árboles», mientras queda en un segundo plano la vejez y su sabiduría acumulada. Cormac McCarthy retoma esa misma frase como título de su novela, y los hermanos Coen la convierten en película. En ambos casos, la expresión nombra una violencia latente, la de una sociedad que excluye, que no ofrece refugio a quienes ya no participan del juego de la fuerza y la juventud.
Algo de esa exclusión simbólica puede ocurrir en el hospital contemporáneo, instituciones diseñadas para curar y salvar, pero que a menudo parecen inhóspitas para los mayores, como si ellos pertenecieran a otra orilla. El hospital, con su ritmo frenético y su atmósfera tecnológica, tiende a centrar la mirada en la enfermedad y a olvidar que detrás hay una persona que necesita sentirse acompañada y segura. Y entonces, como en los versos de Yeats, el viejo no encuentra su lugar, está dentro, pero es como si estuviera excluido. En esa exaltación de la eficiencia se descuidan dimensiones básicas de la vida mayor, el descanso nocturno, la intimidad, el acompañamiento, el acceso sencillo al baño, la posibilidad de caminar un poco cada día, la escucha paciente de una voz amiga... Para un mayor, las noches interminables de luces encendidas, las extracciones a deshora, la inmovilidad prolongada o la ausencia de estímulos pueden resultar tan dañinas como la propia dolencia... Frente a esa paradoja, la respuesta no siempre pasa por grandes reformas o inversiones millonarias para mitigar esta realidad. Pequeños gestos cotidianos marcan enormes diferencias: ajustar la iluminación nocturna, retrasar las extracciones de sangre a horas más razonables, favorecer el descanso, promover la movilidad diaria, acompañar con una conversación o simplemente asegurar que el anciano tenga sus gafas y audífonos a mano. Son intervenciones mínimas que mejoran el bienestar, previenen complicaciones, acortan estancias y, sobre todo, humanizan la experiencia hospitalaria, recordándole que no es un cuerpo enfermo en un engranaje técnico, sino una persona completa con su historia, fragilidad y memoria. Además, este tipo de intervenciones no solo mejoran la calidad de vida del paciente, sino que resultan coste-efectivas para el sistema sanitario, menos complicaciones, menos reingresos, menos días de hospitalización.
El hospital, con su ritmo frenético y su atmósfera tecnológica, tiende a centrar la mirada en la enfermedad y a olvidar que detrás hay una persona que necesita sentirse acompañada y segura
Esa hospitalidad hacia el anciano invita a ampliar la propia idea que significa el hospital. No basta con ser un centro tecnológico de alto nivel, un lugar de investigación y docencia. Ha de ser también un espacio habitable, cercano, donde lo cotidiano —comer, dormir, hablar, moverse— no se convierta en obstáculo añadido. Porque la enfermedad ya impone suficiente peso como para que la dureza del entorno lo multiplique. La referencia a 'No es país para viejos' ilumina así sobre el papel de quienes, al envejecer, han acumulado experiencia, tiempo y memoria colectiva. Adaptar los hospitales a una sociedad que envejece, con una cultura donde lo técnico y lo humano se refuercen mutuamente. Porque en ellos late algo más que ciencia, late la vida misma, con su fragilidad y su esperanza. Ahí, donde se mide la humanidad compartida, en la capacidad de que un anciano, en la vulnerabilidad de la enfermedad, pueda sentirse cuidado.
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