Malversación de la palabra
ALGO QUE DECIR ·
Reconozco que me duelen los timos literarios y que no me cuesta trabajo alguno descubrirlosIntrusos y usurpadores los ha habido en todas las ramas de la ciencia y del saber, pero de un tiempo a esta parte los percibo ... merodear por el ámbito más cercano y conocido de la literatura, como si este arte proporcionara alguna clase de rendimiento económico, alguna riqueza material o posibilitara algún tipo de éxito de una manera inmediata como un negocio cualquiera. Y me escama que vayan acercándose paulatinamente los estafadores de la palabra, los defraudadores del verso y de la prosa, aunque en el fondo siga desconcertándome la posibilidad de que alguien haya atisbado en este asunto un nicho cualquiera de negocio.
Se suceden una infinidad de ferias del libro sin lustre y sin fundamento, un sinfín de presentaciones, mesas redondas, festivales literarios, eventos varios de la palabra donde descubro los nombres de siempre, aunque muy pocos de ellos se correspondan verdaderamente con el perfil de un escritor real. Sé que su intención, la de todos ellos, es sincera y honrada, porque su afición es enorme y sus sueños, aunque casi imposibles, presiden sus días, como presiden los míos. Alguna vez se darán cuenta, como lo he hecho yo, de que llegar a lo más alto (¿y qué es lo más alto?) resulta tan difícil como llegar a ser figura del toreo, y créanme que, pese a mi escasez de facultades, ya me habría gustado.
En esto llegan los carroñeros, los que ni siquiera sueñan con palabras por la noche y montan sus cambalaches, sacan de aquí y de allá, hacen caso omiso de los verdaderos valores literarios, porque prefieren el espectáculo, la cartelería, los lemas pomposos y falsos y la construcción de trampantojos culturales donde mezclan el cumpleaños del Tío Juan Rita, un concierto de música clásica, un pintor de éxito y una mesa redonda de mujeres escritoras sobre la novela negra.
Llevan a un humilde poeta al que acaban de publicarle su libro, que está agradecidísimo por la oportunidad que se le brinda para que recite unos versos frágiles pero que ya apuntan futuro, al que por supuesto no le pagan porque los poetas no cobran nunca y encima están agradecidos, aunque cobren las empleadas del hogar que fregarán el salón de actos por la mañana, el conserje que abre las puertas cada día a las ocho y, sobre todo, la hiena, ese personaje ubicuo y superior que no va a perdonar su inexcusable y pingüe porcentaje por discurrir aquel engendro literario cuyo título pomposo ha salido publicado en la prensa de la Región aquella misma mañana, y que vamos a pagar todos porque el dinero procede de las arcas públicas.
En torno a esta trapacería, casi institucionalizada, orbitan individuos que juran con la mano sobre la Biblia ser poetas o novelistas, que leen muy poco o nada, desprecian cuanto ignoran y aguardan su turno para llevarse su parte a casa. Los oigo recitar entusiasmados en las redes sociales y con horror me pregunto por la vieja y clásica dignidad de la escritura. Son poetas de lágrima fácil, con hijos y madres y amigos que alimentan el tongo de la palabra equivocada, del verso malversado, y hacen llorar mucho aunque no transmitan ni un solo sentimiento noble, pero les encanta tintinear con ecos de falsa plata y ponernos la carne de gallina como lo haría un pésimo violinista que desafinara a conciencia.
Reconozco que me duelen los timos literarios y que no me cuesta trabajo alguno descubrirlos. Son unos pocos, no son todos, pues junto a escritores con mucha raza, editores valientes y esforzados encontramos a escribidores de pacotilla, editores fuleros, conseguidores arribistas, falsos promotores, que nos amenazan como una colonia de ratas que infestase nuestra casa sin remedio.
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