Cada libro tiene su tiempo, como el famoso texto del Eclesiastés: «Un tiempo para nacer/ y un tiempo para morir....», etc. Cada época no solo consagra a sus héroes en detrimento de quienes ocuparon ese mismo lugar poco antes, sino que también posee su propio léxico, voces y expresiones que, no mucho después, serán ininteligibles para las generaciones venideras. A ver qué joven de hoy emplea, por ejemplo, una palabra como 'zangolotino', que tanto le gustaba a Fernando Fernán Gómez.
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Hace años hice pública mi más que rebatible teoría de que hay libros que resultan más estimulantes en una determinada época del año, en una estación determinada. Aconsejaba yo no leer a García Márquez en verano. En sus novelas y en sus cuentos, los personajes no dejan de sudar la gota gorda en medio de un clima hostil que los atenaza y los convierte en violentos. Y reservarse para ese tiempo obras de autores nórdicos, como Jo Nesbo, en donde el paisaje rara vez no aparece nevado, y el aire atrapado en estos libros parece como si saliera al exterior y nos reconfortara. Para el verano, también nos valdría Baroja, en cuyos relatos, sobre todo en los ambientados en París o en su tierra vasca, llueve a todas horas. Una lluvia fina, un chirimiri más sentimental que atmosférico, que, sin embargo, termina calándonos hasta los huesos.
Nuestra historia personal está plagada de libros que terminan por formar parte de nuestra biografía. Aún recuerdo mi estancia como profesor invitado en la universidad de Toulon, una ciudad marinera y naval, situada entre Marsella y Niza. Uno de los libros que más me ayudaron a pasar esos días de soledad, alejado por completo de toda mi familia, fue 'El pintor de batallas', que acababa de salir a la luz, de Arturo Pérez-Reverte. En las páginas de esa novela, acaso la más íntima, personal y autobiográfica de su autor, se hacía referencia a un fresco recién aparecido en el interior de la iglesia de San Martino de Bolonia. Aproveché un fin de semana para viajar en tren hasta Italia, y, desde Génova, ya en automóvil, acompañado por mi amigo y colega Marco Succio, fuimos hasta Bolonia para comprobar el hallazgo que bien podría haber sido pura ficción. Y allí estaba: un nacimiento un tanto extraño del grandísimo Paolo Ucello en donde el niño Jesús parece una figura desvaída, casi muerta, como si su alma, tan tempranamente, hubiera volado a los cielos. Leímos en voz baja ese pasaje de la novela, y el cura, que puso atención a lo que sucedía, muy complacido, nos pidió una fotocopia del texto para incluirlo en las guías turísticas.
Cada libro que leemos nos ayuda a saber quiénes fuimos en cada instante de nuestra vida. Los cuentos y las novelas de García Pavón, que yo leí durante el año de estancia en un centro de educación secundaria de Tomelloso a donde fui destinado, lograron que entendiera mucho mejor las costumbres, el habla y el paisaje de las tierras manchegas y, por ende, del propio 'Quijote', que, por esa razón, me vi abocado a leer nuevamente.
A Jack Kerouac y su mejor novela, 'En el camino', me lo reservé para un largo viaje desde Murcia hasta Francia en autobús, allá por los años noventa. Era agradable y placentero leer pasajes del malogrado escritor 'beat' norteamericano y, de vez en cuando, levantar la vista y comprobar que la velocidad ponía el ambiente y la música necesaria que requiere la obra. En los Estados Unidos leí por vez primera la 'Lolita' de Nabokov. Fue en los aviones durante una larga travesía entre los estados del Medio Oeste y del Sur. La gente, en las horas de espera en el aeropuerto y en el interior mismo del avión, me miraba con perplejidad, acaso con algo de temor. El título, en inglés y en español, es el mismo, y el nombre de Lolita venía precedido por el escándalo, la indecencia y la acusación de pedofilia a su autor, que algunos aún recordaban por las noticias de televisión o por las versiones cinematográficas.
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Los libros que elegimos hablan mucho de nosotros mismos. Tanto o más que lo que comemos o de cómo vestimos. Y hay gente que ya se ha dado cuenta. No en vano, los políticos prefieren aparecer en las fotos que se publican en los periódicos custodiados por una colosal biblioteca, como si los libros fueran la mejor seña de identidad de sus buenas intenciones, la muestra palpable de su buen gobierno, de su inquebrantable honradez. Y olvidan que solo los libros son honrados.
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