El ángel que nos mira
Lo de colarse en La Condomina era para nota, y no sé cómo muchos de los niños de entonces seguimos aún con vida
No hay mayor placer en el mundo que el de 'colarse'. En el lugar que sea: en el cine, en un estadio de fútbol, en ... la cola de un supermercado, en la sala de baile de tu pueblo, en una fiesta en la que no conocemos al anfitrión. Ese instante glorioso, único e irrepetible, en el que experimentamos dos distintas sensaciones: el miedo a ser 'pescados', a pasar la vergüenza –el que la tenga, claro– de ser recriminados, abucheados, devueltos en caliente al lugar de origen, como delincuentes pillados 'in fraganti', y esa otra experiencia de haber burlado a tu cancerbero, a ese armario de dos por dos, con manos como panes, que cuida la entrada con un rigor impropio de quien aún conserva una pizca de alma en su cuerpo glorioso.
En el recinto de baile de mi pueblo bastaba con insistir, con hacerse el remolón, con estar siempre en el medio como los jueves y estorbar la entrada y la salida de la gente. El 'segurata' de turno, que no era otro que algún desocupado del pueblo con mucha percha y cara de pocos amigos, terminaba por desesperarse y consideraba mucho más rentable para su salud dejarte pasar y que concluyera así la lata de esa mosca cojonera incapaz de acabar con ella ni con 'flit'.
En los cines era diferente. Había que marcharse a otro pueblo cercano –a Beniaján o a Los Garres, que los críos, con mucho cachondeo y no poca prosopopeya, llamábamos 'Los Jarres', como bien recuerda mi amigo el exrector José Antonio Cobacho–, y entonces era preciso lidiar con gente desconocida. Convenía, pues, organizarse, actuar en grupo, cumplir cada uno con una misión ensayada de antemano. Uno entretenía al portero con cualquier excusa, mientras que los otros se colaban por su espalda sigilosamente, como una serpiente de cascabel cuando atrapa a su víctima. El que se quedaba en la calle, sacaba después su entrada cuyo coste era repartido entre el resto de golfos. Convenía andar con ojo una vez en la penumbra de la sala. Había que actuar rápido, con agilidad y decisión: buscar una butaca vacía en medio del barullo y arrellanarse en ella, bajando la cabeza lo más posible, pero sin dejar de observar la gran pantalla en la que los actores iban a lo suyo, ajenos por completo de todo lo que estaba sucediendo ante sus propias narices.
Lo de colarse en el Estadio de la Condomina –la vieja Condomina, se entiende– era para nota, y no sé cómo muchos de los niños de entonces seguimos aún con vida. Solía ocurrir en los partidos de gran afluencia. Recuerdo, por ejemplo, un Real Murcia-Sevilla de Segunda División. La gente esperaba a que comenzara el encuentro, que hubiera mucho ruido de tracas y petardos, silbidos, aplausos, protestas contra el árbitro, que siempre se las apañaba para cargar con las culpas. Entonces tocaban a rebato. Sonaba el cornetín para ir al ataque. Y nos movilizábamos con la precisión de la vieja caballería: uno detrás de otro, como una procesión de penitentes ansiosos por ver cómo pegaban patadas a un balón un montón de tíos en calzoncillos.
Una cola interminable que iba escalando hasta llegar al marcador, en la zona de General de Pie, en donde siempre, ya coronado ese puerto de primera categoría, en lo alto, había un alma caritativa que se apiadaba de uno y te tendía la mano. La Condomina se ponía a reventar, con casi dos personas por asiento, aunque la mitad de los presentes por toda la cara, como usurpadores de una fortaleza recién conquistada.
En la habitación de mis padres había un cuadro, de escaso valor artístico, pero de una belleza impresionante, en el que un ángel andaba tras unos niños que jugaban a la gallina ciega muy cerca de un pozo que se presumía peligroso y profundo. Y he pensado en ese mismo ángel que vela por todos nosotros: el ángel que nos mira, como el título de aquella soberbia novela de Thomas Wolfe. Sólo así se explica que sigamos vivos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión