Mi amigo el 'Cabezas'
Ha sido –y lo es aún– una de las personas con más talento que he conocido, y he topado con unos cuantos sabios a lo largo de mi vida
El irrepetible e inolvidable artista José Luis Cacho, que, aunque nacido en el pueblo extremeño de Barcarrota, presumía de murciano, cuando, después de unos cuantos ... vinos y algún que otro 'cigarrillo de la risa', se ponía en plan filósofo, solía insistir en que todos tenemos un oscuro pasado. Algo así como una segunda piel de la que difícilmente podremos desprendernos.
La expresión, que repetía elevando la mirada y el vaso al cielo cuando estaba rodeado de amigos tan distinguidos como Ramón Garza, Flippy o Carlos Pardo, me hacía pensar en todos esos pasajes de mi vida, desde cuando era un niño, poco edificantes, de los que aún siento vergüenza o, como poco, un cierto reparo, hasta el punto de no ir por ahí contándolos a la gente ni plasmarlos en mi currículo.
Uno de esos momentos ignominiosos está relacionado con una de las personas a las que más le debo como lector: José Manuel Frutos, el 'Cabezas'. Lo de 'Cabezas' se lo tenía doble o triplemente merecido por varias razones. En primer lugar, por la enorme y bien aparente molondra que exhibía sin pudor alguno. Pero había otros motivos, como su desbordante inteligencia. Ha sido –y lo es aún– una de las personas con más talento que he conocido, y a fe mía que me he topado con unos cuantos sabios a lo largo de mi vida. Y, por si todo ello fuera poco, con su enorme y singular magín, era el mejor rematador de cuantos críos jugábamos al fútbol, amparado en la extremada dureza y en la generosidad de su cráneo. De modo que todos lo pedíamos para nuestro equipo, porque, con sus testarazos, era el único capaz de arrimar el tarro en los lanzamientos de córner con una pelota que pesaba un quintal.
No puede decirse que le fuera mal en la vida, aunque el 'Cabezas' pasó por momentos delicados por su manía de meterse en líos de política, jugando con fuego en una época del tardofranquismo en la que aún llovían las hostias y estaba al día la pena de muerte, que el dictador firmaba en tanto mojaba una mona en su taza de chocolate, ante la mirada tierna de doña Carmen. Así que tuvo que desaparecer de Murcia y marcharse a Zaragoza en donde estudió Ciencias Físicas para terminar siendo profesor de la materia. Y así hasta ahora, que goza de la condición de 'jubilata', paseando a 'Luna', que es su perra, y leyendo libros, como el bueno y loco de don Alonso Quijano.
Él fue quien me prestó las primeras obras 'serias' que leí en mi vida. Novelas de Onetti, de Cortázar, de ¡Lezama Lima!, así como los cuentos –en aquella memorable edición de Alianza, con traducción de Julio Cortázar– de Allan Poe, con relatos como 'La caída de la Casa Usher', que me marcaron para siempre. Y, entre libro y libro, después de las clases particulares de Matemáticas y Física y Química con las que logró desasnarme, estaban los trabajos complementarios, tipo 'ya que estás aquí, podrías echarme una mano'.
Y aquellas inocentes manos mías fueron a parar, en una ocasión –y aún siento dolor al decirlo–, a las paticas delanteras de media docena de marranos, que no tendrían más de dos meses, para que el ilustre Físico y gran lector, el 'Cabezas', mi Sócrates particular, armado de un bisturí que se había agenciado, les atizara un soberbio tajo en el bajo vientre y los capara, que es lo que se les hace a estos animalicos para que no se conviertan en verracos.
Después, tras esa rápida y limpia escisión, envidia del mejor cirujano, les aplicaba, en salva sea la parte, un mejunje de color lila oscuro, cuya alquimia secreta sólo conocía su vecino, y pariente mío, el 'Colaña'. Y el pequeño gorrino, cariacontecido y perplejo, salía que se las pelaba, en dirección al huerto o a la cuadra, a lamentarse de su suerte maldita.
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