'Ideolejía'

Los vi tan de acuerdo en su escándalo que no acerté a comentarles nada de lo que se me atascaba en la garganta, otros escándalos que tal vez no habrían suscitado tanta aprobación, como, pongamos, las condiciones abusivas impuestas por esa simpática empleada de banca para la firma de la hipoteca, o los 21.000 millones de euros perdidos por el Estado con el rescate de su entidad, o las desmesuradas tasas notariales. Habrían sonado como impertinencias. Como ideología. Aquí donde me veis, tan bravucón en mis 750 palabras dominicales, en persona soy un monaguillo, un azafato de congresos, un comercial de Jazztel. Vamos, que mientras sonrío me muerdo la lengua y me trago el veneno. Fuime y no hubo nada.

Por la escalera –mientras un simpático espíritu me soplaba los mejores zascas que habría podido soltar en el despacho– me preguntaba por todo eso de la ideología. Por el motivo de su mala fama. Por qué es peor que beber lejía, lo de tener una ideología. ¿'Ideolejía' está dicho? Ver ideología en el ojo ajeno. Decir «dejar las ideologías fuera del debate». La ideología son los otros. Ideología en la cafetería, cantaba Nacho Vegas. Con gintonics de burbuja fina y cuchillos de destazar.

¿Es posible en absoluto no tener ideología? La RAE (que vaya si la tiene) la define así: «Conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc». No parece factible por tanto decir tres palabras seguidas sin que nuestra ideología las haya elegido, conjugado y puesto en orden. Hay bien de ideología en un notario que se queja de pagar demasiados impuestos, al menos tanta como en el escritor de izquierda que lo oye y se aprovecha de la mascarilla para poner cara de asco por toda respuesta. Hay ideología en afearle a los demás 'dejarse llevar por su ideología', porque esos demás, a poco que te fijes, suelen ser siempre los mismos.

Tengo, tenemos una ideología, y no otra. Un conjunto de convicciones que, según George Lakoff, se desarrolla en la misma infancia. La información nos llega ya tamizada a través de nuestra ideología, que hará que unos acontecimientos cobren más importancia que otros. Mi comunidad ideológica está que trina estos días –por poner un ejemplo– con un informe del Banco de España en el que se señala que la subida del SMI ha acabado con 180.000 empleos. Tanto el informe como la institución nos parecen, a su vez, de un descarado sesgo ideológico: como explica el secretario de Estado de Derechos Sociales, Nacho Álvarez (UP), los efectos de la subida del salario mínimo son dos, la contracción de cierto empleo de baja cualificación, por un lado, y por otro la expansión de la demanda en una economía que redistribuye más riqueza. Fijarse solo en uno de los efectos, y no en los dos para calcular si el segundo compensa el primero (como así ocurre) sería un signo de posicionamiento ideológico. Insinuar una relación entre subida del SMI y el desempleo (que no existe), otro más.

¿Te parece bien que se condene a la mujer que sacó aquel coño gigante de plástico en procesión, pero te indigna que se proponga la ilegalización de la Fundación Francisco Franco? No pasa nada, pero es ideología. ¿Qué injusticia lo de Plácido Domingo? Lo tuyo empieza con 'ideo' y termina con 'logía'. ¿Te sabes el nombre del presidente de Venezuela pero no el de Colombia? Ideología, 'bro'. ¿Te fastidia el lenguaje inclusivo pero dices sin problema 'asistenta' y 'modisto'? Sorpresa: es ideología. No es mal de morir, pero la tienes. Y es importante que sepas que está ahí. Parafraseando a mister Eastwood: las ideologías son como los culos; todo el mundo tiene una. Y la responsabilidad de mantenerla más o menos limpia. Y también la de saber cuándo sacarla al aire y cuándo mantenerla tapadita por el bien común.

Borges, uno de mis escritores favoritos, la tenía. Y la Academia sueca otra. Y el conflicto entre ambas dejó al primero sin Nobel. No entenderíamos que una institución alemana se llamase Leni Riefenstahl. ¿Ya sabéis por dónde voy con tanto giro?