Mi madre, que ya tenía una cierta edad y a la que le costaba caminar, me llevaba cogido del brazo, como dos antiguos novios que, ... tras acicalarse y ponerse sus mejores galas, salen de paseo. Probablemente íbamos o veníamos del médico, que era por lo único que ella dejaba la Huerta y bajaba a la ciudad, que consideraba muy ruidosa, con demasiados vehículos por todas partes, con edificios muy altos en cuyo interior ella no se explicaba que pudiera vivir la gente, sin una parra que diera sombra en la puerta, sin un pozo del que sacar agua fresca y clara. Se daba constantemente de bruces con personas que iban con prisa y a las que no conocía de nada y, por lo tanto, no podía saludar ni preguntar por la familia.
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Fue entonces cuando, al otro lado de la acera, un muchacho joven, de apenas veinte años, levantó la mirada hacia nosotros, alzó su mano y me dijo: «¡Adiós, Pepe!». Mi madre, vestida rigurosamente de luto porque siempre había algún muerto en la familia, guardó silencio durante unos minutos. Después, detuvo sus pasos, tomó aire, me miró fijamente y me soltó a bocajarro: «Supongo que ese no será uno de tus alumnos».
Me lo vi venir y, con inusual destreza, supe parar el golpe a tiempo, porque, en verdad, se trataba de un chico al que le había dado clase el curso anterior: «No, mamá, no se preocupe, es el hijo de un compañero de la Universidad –le mentí descaradamente–». Soltó un leve suspiro, se agarró a mi brazo con más firmeza, y, orgullosa, antes de reanudar sus pasos, volvió a la carga: «Es que nada más que faltaba que, después de estar toda la vida estudiando, haciendo una carrera, un doctorado, y sacarte hasta dos oposiciones, uno de tus alumnos tuviera el valor de llamarte de tú. Hasta ahí podíamos llegar».
En la Huerta los hijos siempre tratábamos de usted a los padres. No hacía falta que nos lo inculcaran. Ellos, a su vez, llamaban de usted a nuestros abuelos, y solo el usted nos valía para dirigirnos al maestro, al médico, al policía y a las personas respetables a las que, más que por guardar una distancia o por desconfianza, tratábamos de expresarles nuestra admiración, nuestro respeto. Acaso, incluso, nuestro miedo.
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Mi hermano y yo mismo nos llevamos más de un cachete por hacer ripios con el dichoso 'usted' cuando no estaban delante nuestros padres y alguien nos preguntaba el nombre: «Me llamo Pepito, para servir a Dios y a usted... y si tiene un duro ¡que me lo dé!». Menuda desvergüenza, que nos permitíamos de vez en cuando a escondidas de nuestros progenitores, que terminaban por enterarse de todas maneras.
El Candelas, un muchacho corto de entendederas, apocado y algo infeliz, que, como yo, iba a la escuela del pueblo, recibió una de las tundas más severas por llamarle al maestro de tú. El crío –aún lo recuerdo– soportaba aquella avalancha de palos de manera estoica, sin emitir ni un solo gemido, como si se tratara de un castigo bíblico. Le rompió un par de palmetas en las costillas, le tiró de las orejas hasta ponérselas como la grana... y, encima, le regaló uno de los insultos más contundentes que utilizaba nuestro viejo maestro que, en ocasiones, carecía de piedad: «¡Borrascas!», que equivalía a una patada en el trasero, que sonaba como el aldabonazo de una puerta que conduce al infierno.
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Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Pero aún me sigue gustando llamar de usted a la gente que no conozco: a los camareros, a los de los puestos del mercado, al de la gasolinera. Y me complace, también, que se dirijan a mí con el usted, aunque haya quien me diga «¿qué va a ser, joven?», saltándose a la torera el tú y el usted mediante un recurso de verdadero equilibrista, sin necesidad de recurrir al ingenioso «ustedes vosotros» de algunos andaluces.
A veces es fácil adivinar la fecha de publicación de una novela por el empleo del tú o del usted que tienen dos personas que, por ejemplo, poseen la condición de novios. O porque maestro y discípulo se hablan mutuamente de usted, como sucede en el 'Juan de Mairena' de Antonio Machado: «Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba...».
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Visito mi pueblo de vez en cuando, de donde salí hace ya un cuarto de siglo. Pero aún no he logrado que nadie me diga qué fue del Candelas.
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