Manías
No obedecen a una razón concreta ni tienen lógica, pero son importantes para quien las posee
Contaba García Márquez, creo que en 'El olor de la guayaba', que siempre que se ponía a escribir lo hacía con una rosa amarilla sobre ... el escritorio, en lo que era solo una de sus muchas manías de escritor, que a él le gustaba airear como una forma perfectamente estudiada de alimentar su mística. «Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme», decía. Sí, parece absurdo, y Gabo no necesitaba esa flor para escribir bien, pero las manías son así, no obedecen a una razón concreta ni tienen lógica, pero son importantes para quien las posee, por estúpidas que parezcan. La mía es la Fórmula 1, sí, tan tediosa como quieran, pero a mí me gusta, qué quieren que les diga. Y hasta sigo un ritual cada domingo de carrera: bajo las persianas para entenebrecer la habitación y dejarla poco menos que en penumbra, arrumbo el móvil (quizá sea el único momento del día en que lo hago) y me toca las narices si algún ruido se filtra de rondón en mi casa, ya sean los del vecino, los de los cláxones de la calle o los del corneteo del viento, si lo hay, agitando la ventana. Qué quieren que les diga, es el momento más almibarado del día y procuro revestirlo de un prestigio diferente.
Así son las manías, hechas a la medida de cada cual, y descubro muchas leyendo las vidas de esos escritores que tanto admiro. No solo la de Gabo, les recomiendo también los diarios de Patricia Highsmith, esa mujer homosexual, inestable, infeliz, poco convencional y de una obra perturbadora y fascinante. Leo así que el personaje de Tom Ripley, cuya obra entera –son cinco– leí el año pasado, se lo inspiró un hombre que vio a lo lejos caminando solo por una playa del sur de Italia. Tenía una toalla al hombro y un aire enigmático que la cautivó, inspirando así uno de los personajes más sugestivos de la literatura. Fue de esta forma, solo una imagen, apenas un destello, pero ese hombre ha pasado a la historia sin él saberlo, claro.
Les recomiendo que lean los diarios y la obra de Pat –'Extraños en un tren', 'Mar de fondo' y toda la saga de Ripley merecen la pena y son puro talento, aunque a su autora no le sirvieran para incensar su vida y hacerla más dichosa–. No hay que confundirla, por cierto, con Pam, esa pelma de Podemos que causa sonrojo cada vez que abre la boca, y a la que bien le vendría una ración más de buena literatura y una menos de pura soberbia.
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