Caronte aguarda

NADA ES LO QUE PARECE ·

Menéndez y Pelayo se quejaba amargamente por la fatal circunstancia de tener que morirse, con tantos libros que aún le quedaban por leer

Imagino que serán muy pocas las personas que llevan sus lecturas al día. Con todo lo que se publica y con lo mucho y bueno ... que hay por leer, resulta una empresa poco menos que imposible, ni siquiera al alcance de quienes disponen de todo el tiempo del mundo. Creo que fue don Marcelino Menéndez y Pelayo, uno de nuestros más insignes sabios, ahora en completo olvido, quien en el lecho de muerte, rodeado de todos sus deudos, poco antes de expirar, se quejaba amargamente por la fatal circunstancia de tener que morirse, con tantos libros que aún le quedaban por leer, muchos de ellos sobre su mesita de noche, esperando su turno ante la mirada agónica y lánguida de este personaje. Asimismo, en una de las mejores novelas de Almudena Grandes, 'El lector de Julio Verne', el narrador, un niño llamado Nino, manifiesta que, a pesar de la clase de vida que llevaba durante la sufrida posguerra, «no tenía ganas de morirme mientras me quedaran tantos libros por leer, tantas historias por escuchar».

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Hace unos días, en las redes sociales alguien preguntaba qué obras hemos ido apartando a la espera del momento más idóneo, ese instante mágico en el que se produce el encuentro entre dos viejos amigos que, hasta entonces, solo se miraban de reojo. Los títulos más repetidos fueron, como imaginaba: 'El Quijote', el 'Ulises', de James Joyce, 'Los hermanos Karamazov', de Dostoievski, 'Guerra y paz', de Tolstoi, 'En busca del tiempo perdido', de Proust, 'Fortunata y Jacinta', de Galdós, y, entre los más modernos, 'El nombre de la rosa', de Umberto Eco y 'Los pilares de la tierra'. Todos ellos tienen en común no solo la calidad que atesoran sus páginas –e incluyo aquí la novela de Ken Follett, que se ha llegado a convertir en un 'longseller', rompiendo así la barrera temporal tras el tirón de su éxito inicial–, sino, sobre todo, su desmesurada extensión, siempre por encima del medio millar de páginas, lo cual supone un motivo de desafección, de rechazo; la excusa perfecta para alegar la falta de tiempo, la necesidad de encontrar los días propicios para hincarles el diente con la tranquilidad que merecen.

Y, en parte, no les falta razón a quienes piensan así. Sin ir más lejos, uno recuerda –a partir de los cuarenta, decía cierto amigo, uno siente nostalgia hasta de lo malo– aquellos años del servicio militar en los que, en no pocas ocasiones, pasados los primeros meses de instrucción, había tiempo para todo, incluso para leer. En esa época me eché al coleto varias de las obras que había ido aplazando desde mis años mozos. Así, rescaté del olvido libros como 'Los papeles póstumos del club Picwick', de Charles Dickens, los tres tomos del 'Señor de los anillos', décadas antes de que se estrenara la película, 'Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España', del, por entonces, lúcido y coherente Sánchez Dragó, 'Los miserables', de Víctor Hugo, etc. Obras que contribuyeron, y de qué manera, a hacer mucho más llevaderos esos días de tanto tedio y aburrimiento, y con los que lograba alejarme miles de kilómetros del lugar en el que me encontraba, vivir los amores y las vidas de gente con la que me identificaba. Y, también, 'La montaña mágica', de Thomas Mann. Aunque confieso que lo dejé a un lado cuando solo me restaba una veintena de páginas. Una persona, a la que yo le tenía gran respeto, me advirtió del mal fario que se cierne sobre los que acaban este volumen, tan repleto de filosofía y de lirismo.

Ni siquiera uno mismo está libre de culpa. Confieso –yo pecador– haberle dado esquinazo a más de un libro con el que a veces sueño y tengo pesadillas por haberlo traicionado, por haberlo dejado en la estacada, por faltar a la cita. Diré tan solo unos títulos: 'La muerte de Virgilio', de Hermann Broch, 'Bajo el volcán', de Malcolm Lowry, o 'Los detectives salvajes', de Roberto Bolaño, uno de los autores que, pese a morir joven, más ha influido en la narrativa del siglo XXI.

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A los libros, como a Caronte en la Laguna Estigia, reclinado sobre su barca, haciendo tiempo para conducir al otro lado las almas que, sumisamente, van llegando, les sobra paciencia. No tienen prisa alguna. No envejecen, no mueren y salen ilesos en su lucha contra el tiempo. Los libros, como el arpa de la bella y conocida rima de Bécquer, silenciosos y cubiertos de polvo, guardan en su interior sus notas, «esperando la mano de nieve/ que sabe arrancarlas».

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