La ley de la calle
NADA ES LO QUE PARECE ·
De vez en cuando me viene a la memoria la llamada Escuela de Summerhill, de la que tanto se habló hace unas décadasNo me cabe la menor duda de que uno de los asuntos que más preocupa a la ciudadanía, e incluso a los distintos gobiernos, siempre ... tan torpes e insensibles a la hora de manejar los temas fundamentales que atañen a los seres humanos, es todo lo referente a la educación. Hay facultades en todas las universidades del mundo que se dedican exclusivamente a esta materia; predicadores –a veces, de palabra farragosa, caótica y confusa, con un metalenguaje que ni ellos mismos son capaces de interpretar– y apóstoles de la pedagogía que nos indican, señalándolo con el dedo, el camino que es preciso tomar para salvarnos del analfabetismo, del fracaso escolar, de las malas conductas y de los malos hábitos que se producen en la escuela y, por extensión, en todos los escenarios en los que se nos enseñan no solo las cuatro reglas, sino, asimismo, la verdad de la vida, como si esos maestros fueran dioses que han bajado del Olimpo, desesperados ante nuestra reiterada y continua torpeza.
Pero apenas nos hablan de la calle. De lo que significa la calle en donde nacimos, y los lugares aledaños a la misma, es decir, de su entorno, en nuestra educación. Parece como si todo este trabajo, tan complejo y arduo, se limitara, únicamente, al aula, a la clase, al salón de aprendizaje, que dirían algunos cursis; a estar encerrados entre cuatro paredes, casi siempre, con las ventanas cerradas –por suerte, la pandemia ha obrado el milagro de que volvamos a dejar entrar el aire por imperativo legal–, y las persianas echadas por completo para evitar los ruidos del exterior, la contaminación humana y acústica, con lo que dejamos así la vida fuera y nos desentendemos del mundo real, decantándonos por la pobreza de la copia en vez de abrazar el original.
De vez en cuando me viene a la memoria la llamada Escuela de Summerhill, de la que tanto se habló hace unas décadas. Aquella escuela fundada por Alexander Neill en una aldea del sur de Inglaterra y que tanta repercusión llegó a tener en el mundo educativo. Se abogaba allí por la bondad de los seres humanos, por la felicidad como máxima aspiración de la educación, por el amor y el respeto como base de la convivencia; y se le daba toda la importancia que merece a la corporalidad y a la sexualidad, al tiempo que se eliminaban los exámenes y las calificaciones, que tantos dolores de cabeza proporcionan a aprendices y a profesores; no había reprimendas ni castigos, ni se impartía ninguna asignatura relacionada con la religión.
La calle, no conviene olvidarlo, era nuestro medio natural, nuestra pequeña sabana; sobre todo, para quienes nacimos sin ordenadores, sin aparatos electrónicos, y casi sin televisión, o con una televisión que se limitaba a una única cadena que se convertía en perpetua. Y los niños, con el pan y el chocolate en la mano, imponíamos en ella nuestra ley de la calle a base de gritos, de carreras, de saltos, de juegos que se hacían interminables hasta que escuchábamos, ya bien entrada la tarde, la voz de nuestra madre para volver a casa.
En mi último libro de poesía, 'Se está haciendo de noche', aparecido en 2014, en uno de sus poemas, el titulado 'El reino de la inocencia', jugué con la fantasía –¿quién no lo ha hecho en alguna ocasión?– de regresar al lugar de mi infancia, a mi calle, al sitio donde nací y di mis primeros pasos, para encontrarme de frente con aquel niño que fui yo mismo y que ya ha desaparecido para siempre, con la consiguiente decepción, «pues ni siquiera queda/ un rescoldo de esa tibia lumbre,/ de sentimientos y recuerdos/ extraviados, perdidos por completo».
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