Olor a toros
Paco quería decir aroma, ese inasible que está en el ambiente; ese deseo colectivo e individual, esa aspiración a ser felices
Cuando llegaban estos días del agosto declinante y ya se vislumbraba el cercano septiembre, mi añorado Paco Flores Arroyuelo solía exclamar: «¡Ya huele a toro!».
El olor a toro y su entorno, desde luego, es bien penetrante. Pero él, claro, no se refería a eso, sino más bien al aroma festivo, taurino y regocijante de ambientes, tertulias, aperitivos de aficionados y, en fin, mayormente todo lo previo y lo posterior a la corrida misma. Todo eso que Paco, como hombre de sensibilidad y como antropólogo, celebraba especialmente.
En realidad, Paco no era hombre de aperitivos ni era persona de beber: lo justo y menos. E incluso no se dejaba ver demasiado por las plazas de toros. Él, aunque hablaba de olor, quería decir aroma, ese aroma inasible que está en el ambiente pero que no tiene del todo una concreción. Es más bien el deseo colectivo e individual de la alegría, de la fiesta, la aspiración, algo tortuosa, de ser felices.
Pero es como si él dijera: «Venga, divertíos, pero yo me quedo fuera, a mí lo que me gusta es observar, analizar». Y después, eso sí, lo que le gustaba era comentar las cosas con los amigos. Yo tuve el honor de contarme entre sus amigos.
Y claro, como él era incondicional barojiano (por Pío Baroja) y por lo tanto nitzscheano, no siempre cursileaba, más bien lo contrario, solía ser abrupto en su empleo de las palabras, como don Pío. Y es que Baroja, desde luego, no era un Azorín, ni menos un Gabriel Miró.
Así que donde decía olor en realidad susurraba aroma. Y esa presencia cercana de nuestra feria taurina ya fue adelantada hace semanas por el Club Taurino de Murcia, presidido por mi buen amigo Alfonso Avilés. Fueron presentados sus galardones y tertulias.
Pero todo cambia. En los años setenta hubo un bajón por motivos de la pasión política de la época: los toros se miraban como algo franquista. Luego, con el panandalucismo de los años ochenta las plazas se llenaron de aficionados, de jóvenes, de artistas, de intelectuales. Ese fulgor duró hasta mediados de los noventa. Desde entonces, las plazas se han ido vaciando. A pocos jóvenes les gustan los toros, hay mucha competencia.
No estoy de acuerdo con algunas opiniones de los antitaurinos, pero tal vez haya que asumir que la fiesta taurina no cuadra con una sensibilidad o una estética actuales. Después de todo, nada perdura eternamente. Así que pasen cinco mil años...
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