Mudanza y libros
Debo ser fuerte sentimentalmente y acabar mis días con apenas doscientos libros, y aún serían muchos
Enésima mudanza en poco más de una década. Ahora, creo, será la última, regreso a mi casa, regreso a mi hogar, como Miguel Ríos regresaba ... a Granada allá por los años setenta del pasado siglo. Llega la empresa de mudanzas con la que siempre contrato, estupenda. Vienen dos chicos a laborar duramente, y no es metáfora, además en un día en el que rozamos los cuarenta grados. Este trabajo debería estar pagado como el de un futbolista famoso, pero me temo que no es así. Son dos fieras. Uno es Juan Francisco, alto, fornido, un verdadero Hércules murciano; el otro es Julio, peruano, más bajo, pero no menos fuerte, un ciclón moviendo cajas y objetos. Le regalo unas pesas que yo ahora no puedo utilizar, aunque no son pesas lo que él necesita, le sobra musculatura.
Julio va cargando cajas de libros (¡que pesan mucho!) y colocándolas sobre la grúa. Comienza a sudar. Los libros son lo peor, dice, y me hace el siguiente comentario que yo hace años hubiese considerado insensible pero que hoy juzgo sabio: «Para estos libros puede usted llamar a otros sitios, vienen y se los llevan gratis, sin pagar usted el traslado». Le explico por encima que llevo años haciendo eso, regalando libros a alumnos o amigos, haciendo donaciones a bibliotecas y vendiendo o regalando a libreros de segunda mano. Casi siempre regalando, porque los libreros de viejo, a veces, ya no quieren los libros ni gratis.
A Julio le parecen demasiados libros, pero esos dos mil libros son solo una pequeña minoría de los que tuve. Todavía me resisto a desprenderme de algunos: filosofía, flamenco, algunos pocos literatos amados, algo sobre arte, pero debo ser fuerte sentimentalmente y acabar mis días con apenas doscientos libros, y aún serían muchos. He dado mis ojos a los libros, desde los cuatro años en que aprendí a leer, yo solo, con tebeos. Tuve 'la inquietud de la sabiduría', y ahora sigo igual de ignorante, pero con los libros convertidos en una pesada carga, de casa en casa. Julio tiene razón, aunque al final reconoce que él también ha leído algún libro.
El otro operario, Juan Francisco, dice que quiere ser militar. «Mi madre me decía que estudiara, y no le hice caso», bromea. Ojalá sea militar y nos defienda de los malos, es decir, de Putin y de Netanyahu. Les doy una generosa propina y me despido amigablemente. Quedo un poco melancólico. Y entonces escribí este artículo.
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