Lisboa
Cuanto más viejo es uno más motivos tiene para amarla. Sus cementerios, por ejemplo, son bellísimos
Mi amada Lisboa, ciudad en la que viviría para siempre si algunas circunstancias no lo impidieran, Lisboa, digo, tiene una razón más para su tradicional ... melancolía, para su saudade antigua. Ahora se ha derrumbado el elevador de La Gloria, el funicular que une la parte baja de la ciudad, La Baixa, con el Chiado. El ingenio mecánico, del siglo XIX, es un artefacto histórico, ya más utilizado por turistas que por los lisboetas.
Yo, si digo la verdad, no lo habré utilizado más de dos veces, y siempre con cierto miedo. Para acceder al Chiado habitualmente he ido por la calle lateral (una enorme cuesta que no es para viejos), zona que también ardió hace años en un terrible incendio. Cuando rematabas la subida te reencontrabas con «a Brasileira, o melhor do mondo», con la estatua de Pessoa en la puerta, con turistas disparando fotos.
Si utilizabas el funicular te topabas con la iglesia do Carmo do, con la techumbre derruida nada menos que desde el siglo XVIII, cuando el terremoto o maremoto (así es más bonita, la ruina del tiempo) y en cuyo suelo, en el que cae la lluvia y crece la grama, la gente, a cielo abierto, se acomoda para escuchar conciertos. Yo he vivido esa maravillosa experiencia. Cosas de juventud, cuando ya estaba enamorado de la ciudad. Pero esa to no fue un amor de juventud: cuanto más viejo es uno más motivos tiene para amar a Lisboa. Sus cementerios, por ejemplo, son bellísimos. Te llaman, te embelesan.
Cuando el terremoto de Lisboa del siglo XVIII, que destruyó la ciudad y en el que murieron miles de personas, Voltaire, ante tanto dolor, dudó de la existencia de un Dios bueno, más bien veía un Deus odiosus. Aquello, pensaba, no podía ser parte de un plan divino, como tampoco puede serlo lo del elevador de la Gloria, qué paradoja. Menos muertos ahora, otro mundo, otra circunstancia. Pronto todo se olvida, hay que dejar lugar en la prensa y en los corazones para otros sucesos. Todo se acelera, las cosas duran poco.
Queda la nostalgia de una monja portuguesa, seducida por un conde batallador francés, que después la olvidó, y quedan las cartas de esa monja que son un compendio del sentimiento amoroso, y que están ya en la historia de la literatura. Y queda un café en la praça do Comércio, frente al Tajo, con el aroma de Pessoa. Melancolía, nostalgia, saudade. Dolor también.
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