Filtros
Tirando a dar ·
La industria de la belleza y las redes sociales han infiltrado un relato tan poderoso como tóxico: solo se es valiosa mientras se es joven y deseableCuando me disponía a escribir esta columna con un tema que guardaré en la recámara para otro día, he recibido en el guasap una imagen ... producida por IA en la que un grupo de mujeres, salvo una, lucían todas como un clon―rostros paralizados por el bótox, cejas predefinidas en un arco casi imposible, labios exagerados e irreales..., pero lo que me ha llamado la atención no ha sido el que solo un rostro se salvara de esa salvajada a la que, no en la IA, sino en la realidad, la inmensa mayoría de mujeres se someten, sino que tanto las polioperadas como la que conservaba su belleza natural eran todas jovencísimas, unas chicas de apenas veintipocos años.
Hace unos días, en este mismo periódico, comentaba un doctor de estética que le había llegado una chica adolescente con su foto, tal y como resultaba tras pasarse un filtro de belleza, con la peregrina propuesta de que la dejase como lucía en el programa del móvil.
Y uno podría reírse, si no diera escalofríos. Porque no hablamos ya de aspirar a parecerse a una actriz famosa o a una 'influencer' de turno, lo que ya sería suficientemente preocupante. Hablamos de querer parecerse a una versión virtual de una misma, construida por un algoritmo que no tiene ni idea de genética, ni de historia personal, ni de emociones, ni mucho menos de identidad. Un filtro que decide, sin consultarte, que tu nariz debe ser más pequeña, tus labios más grandes, tus ojos más claros, tu piel sin poros ni arrugas ni signos de que alguna vez has vivido.
Lo más inquietante es que ya no son las mujeres de 50 las que sienten la presión, son niñas
¿Y qué es lo que hay detrás de todo esto? La obsesión con la juventud y la perfección. Una cultura que ha confundido el paso del tiempo con una amenaza, no con lo que realmente es: una bendición. Porque vivir, envejecer, cambiar implica haber estado aquí. Implica haber amado, reído, llorado, fracasado, aprendido. Pero la industria de la belleza y las redes sociales han infiltrado un relato tan poderoso como tóxico: solo se es valiosa mientras se es joven y deseable. Y si no lo eres, al menos, finge que sí.
Y ahí es donde entran los filtros, las cirugías, los tratamientos milagrosos que prometen detener el tiempo como si fuera un enemigo al que hay que vencer. Pero lo más inquietante es que ya no son las mujeres de cincuenta las que sienten la presión. Son niñas. Niñas que creen que su rostro natural es un problema a corregir, que el espejo es un juez cruel, y que la cámara de su móvil (con sus correspondientes filtros) es más fiable que su propio reflejo. Porque todo lo que no responde a esa estética homogénea, digitalizada y profundamente aburrida que nos venden como ideal, no tiene cabida. ¿De verdad queremos vivir rodeados de clones? ¿De rostros intercambiables, cuerpos calcados y expresiones congeladas?
La belleza, la de verdad, siempre ha tenido algo de desobediencia. Está en lo que no se puede replicar, en lo que cuenta una historia. Un rostro que ha reído tanto que se le marcan las líneas de la risa. Una piel que ha tomado sol, que ha sufrido acné, que ha vivido. Pero parece que ahora lo que cuenta no es vivir, sino parecer vivas, y jóvenes, y perfectas.
No deja de ser irónico que en plena era de la inteligencia artificial estemos perdiendo justamente lo que nos hace humanos: la singularidad, la imperfección, la emoción. Nos llenamos la boca con discursos sobre empoderamiento, diversidad e inclusión, pero seguimos sin tolerar el rostro de una mujer que decide envejecer, flacidez incluida, sin pedir perdón por ello.
Y lo más trágico es que muchas de estas jóvenes no están buscando belleza, sino aceptación. Un lugar en el mundo. Pero se les ha vendido que ese lugar solo se consigue si encajan. Y para encajar, hay que borrar, alisar, estirar, inyectar, operar y morirse de hambre.
Ojalá les enseñáramos que hoy la verdadera rebeldía consiste en envejecer con dignidad. Que las canas, las arrugas, la piel marchita, representan gestos de resistencia. Que vivir con la cara propia —sin filtros ni bisturíes— es casi un acto revolucionario.
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