El amor en los tiempos de la muerte del Mar Menor
Hemos descorchado una botella de vino y estamos hablando de la vida, de cómo viene siendo, y nos da igual que fuera 'se acabe el mundo'
La escena ocurre el miércoles en el restaurante Morales, en el que Carolina y yo vamos a celebrar su cumpleaños. El atento dueño nos lleva a un reservado un tanto escondido con el techo bajo. La luz es cálida y focal 'comme il faut' asegurando una conversación agradable. La iluminación funcionaba perfectamente, la acústica cumplía su función y eliminaba el eco de nuestras palabras.
Fuera, el mundo se encaminaba a su fin. Barcelona ardía de esa forma que la izquierda encuentra romántica y la derecha terrorista, pero que no es otra cosa que la 'dulce guerrilla urbana' de la copla, gente que se divierte con la 'fantasía de un país rebelde', por citar otra canción de León Benavente. Londres ardía con el discurso de la reina y Europa ya ni siquiera ardía, simplemente vegetaba en este abstracto papel histórico que juega en el filo del abismo. El Mar Menor ardía en salmuera y fertilizantes haciendo que los peces se arrastraran asfixiados hasta la orilla en la que el consejero del ramo decía que había sido la DANA, que viene a ser como en su día era ETA: todo es culpa suya aunque esto me trae cierta esperanza en el futuro. A veces también pasan cosas buenas y mañana hará 8 años que ETA dejó de matar. Iba a escribir sobre el Mar Menor, pero es mucha la tristeza. A los vénetos les dieron una ciénaga fría y palúdica y construyeron Venecia. A nosotros nos dieron otra, cálida, limpia, construimos La Manga y permitimos que cuatro empresas matasen el ecosistema. Dedico parte de mi trabajo a contar la grandeza de este viejo reino, pero hoy no se me ocurre nada bueno que decir, la verdad.
Fuera, el mundo se derrumbaba pero la luz caliente, un poco anaranjada, sobre el mantel blanco era un camino irresistible para juntar nuestras manos y mirarnos como los dos tontos que somos. Llevamos 27 años juntos y nos seguimos contando cosas y celebrando cumpleaños juntos, lejos del ruido y de las conversaciones. Nos miramos a los ojos y no vemos las arrugas que nos han ido saliendo sin que tuviésemos tiempo de darnos cuenta porque, además de enamorados, somos autónomos.
Hace unos días, Jose Filemón nos hizo un reportaje. Son las fotos que usaremos este año en prensa pero no son las habituales. Como hacen los grandes retratistas, ha utilizado la realidad para contar la historia de lo que somos de una manera que a veces es hasta dolorosa. Nuestro ojo, mentiroso y selectivo, busca en el espejo del ascensor lo que fuimos hace tiempo y no nos dice la verdad, y la verdad es que somos señores y señoras mayores, no los jovenzuelos de los que nos disfrazamos. En esas imágenes de Filemón he visto el paso de los años junto a Carolina como en los anillos de un tronco y me ha gustado esa cascada de tiempo. Ella no puede estar más guapa y yo he conseguido seguir con ella 27 años después.
El miércoles pensé volver a colgar en redes 'La leona', aquel artículo que le escribí en este periódico hace tiempo, pero sería un fraude porque aquella era una declaración de amor para entonces y hoy merece otra declaración de amor distinta, porque el amor nunca es igual. Lo fuerte es que, 27 años después, nos sigamos queriendo como adolescentes, pero así es. Para decirle que la quiero de una forma nueva tendría que aprender otro idioma, pero no es necesario porque todo en nuestra vida es nuevo, con lo que ello conlleva de desazón. Cada día nos levantamos y galopamos a lomos de un tigre enloquecido hasta que, llegada la noche, lo hemos fundido. Nuestra vida es tan bonita como agotadora. Solo con Carolina esto sería posible porque solo ella puede domar al tigre y a mí a la vez. Ella manda, templa y sopesa: Libra, es la balanza. A veces esas cosas funcionan.
Volviendo al lugar donde transcurre la escena, hemos descorchado una botella de vino y estamos hablando de la vida, de cómo viene siendo, y nos da igual que fuera 'se acabe el mundo'. «Cuando el Cordero rompió el séptimo sello, hubo silencio en el cielo como por media hora» (Apocalipsis 8:1-4), es decir, hasta cuando llegue el fin del mundo habrá media hora de calma. Carolina y yo parecíamos estar en esa media hora previa al Armagedón.
Todo el tiempo me vienen canciones mientras escribo esta columna que, probablemente, no interesará a nadie y, después de la cual, tal vez me echen del periódico por cursi, pero me acuerdo de una letra de Gabinete Caligari que decía «Mi cielito y yo en la suite nupcial / nos resbala el mundo entero, estamos como dios / mucho mejor, como dos», y es que en esa mesa del Morales la luz delimitaba el universo, no había nada más: no había 'Brexit', en Barcelona las calles eran tranquilas y el Mar Menor era aquel paraíso de mi infancia. En aquella mesa el tiempo suavizaba las arrugas de dentro y de fuera, y todo era cálido y suave. En aquella mesa el amor ocurría como ocurre en todas partes, pero era más necesario porque en tiempos tan feos lo bello brilla doblemente. Ojalá estén ustedes enamorados o encuentren el amor pronto. Si no, consuélense con la idea de que, a veces, pasan cosas buenas.