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EL AMOR EN NUESTRO NOMBRE

Somos una multitud de homenajes vivientes a familiares que se fueron y que, en algunos casos, se remontan a los albores del tiempo

Lunes, 17 de junio 2019, 22:13

Creemos hablar de lo importante cuando hablamos de la política cotidiana y no es verdad. Lo que está pasando estos días es consumo ligero de unos tiempos extraños en los que se nos va el humor, y eso no puede ser. Además de hablar demasiado de política, hablamos mal. Hay un aforismo antiguo que reza: 'una vida de opinión para una hora de síntesis', que ha sido sustituido en la era de las redes por 'una hora de lectura para una vida de opinión'. Y así, opinando indignada y superficialmente, pensamos estar hablando de lo importante cuando, recurriendo a otro aforismo, solo hablamos de lo urgente. Me he despedido de esa refriega, me aburre, y he decidido hablar durante un tiempo del amor, la gran carencia de nuestra era, y una forma de expresar nuestro amor es nombrar a quien amamos.

Todos llevamos un nombre y sabemos un poco de las razones. Hasta hace unos años la tradición global es que en el nombre llevábamos el homenaje a nuestros padres y madres o abuelos y abuelas. Es bonito llevar el nombre del que ha desaparecido. Somos una multitud de homenajes vivientes a familiares que se fueron y que, en algunos casos, se remontan a los albores del tiempo. Las clases antes estaban llenas de Pepes, Pacos, Manolos, Marías, Fuensantas y Asunciones. A día de hoy, en la clase de mis dos hijos (de 6 y 9) no hay ninguno de esos nombres, algo ha cambiado.

El apellido es una cosa como automática y extremadamente injusta en mi caso por varias razones. Llevo el primer apellido de mi padre, cuando la que me crió en soledad fue mi madre, por lo que yo debería ser Nacho López, pero en los años 70 lo de la igualdad era todavía la idea de unos pocos. A esta injusticia para con mi madre (que fue también mi padre) se une el que, en una costumbre anglosajona, me he ido quedando solo con el primer apellido, en vez de Nacho Ruiz López. Pase lo que pase, la mujer sigue perdiendo.

Pero vamos a los nombres propios. En la muy católica España y en las antiguas colonias se difundió el doble nombre propio por razones obvias: hacer un homenaje a los abuelos maternos y paternos y, por otra parte no menos importante, quedar bajo la advocación y consecuente protección de dos santos. El llevar el nombre de un santo, como ocurría tradicionalmente, nos vinculaba a lo sobrenatural. En tiempos de la República afloraron nombres como Libertad y Democracia que, con la implantación de la dictadura, fueron cambiados y bautizados los niños que pasaron a llevar nombres de santos.

Pero los nombres dependen también de tendencias, y así mi abuela, nacida entre monárquicos, se llamaba Mercedes como la desafortunada esposa de Alfonso XII, y su madre, Pilar, como la patrona de España. Un mundo en dos nombres que se iban alternando generacionalmente. El caso es que en mi casa siempre se dijo que las Mercedes y Pilares eran desgraciadas, cosa que en cierta forma parece ser cierta, así que cuando nació mi hija le pedimos a su hermano Hugo, que entonces tenía 3 años, que le pusiera nombre (que no fuese ni Mercedes ni Pilar) y la llamó Martina. Quiero recordar que entonces tenía una amiga en el parque que se llamaba así.

Hoy, como en todas las épocas, los niños reciben nombres que tienen que ver con tendencias, de la misma forma que mi abuela recibió el nombre de una reina. En Italia quedan pocos Benitos, un nombre casi extinto, y es que nuestros nombres no están exentos de sutiles condicionantes ideológicos; así, en los pueblos de la América profunda muchos niños se llamarán Donald y muy pocos en Nueva York o Los Ángeles. En España, si los abuelos eran Antonio y José, no era lo mismo llamarse Antonio José que José Antonio.

El caso es que en nuestros nombres hay todo eso, pero sobre todo hay muchísimo amor. En nuestra forma de entender el mundo hay una constante, y es que lo que existe tiene nombre y lo que no, no. Para los griegos, el verbo (logos) era el puente entre Dios y el universo. Juan da un paso más allá en su evangelio y dice: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios» (1:1,14). Somos, en cierta forma, el verbo nosotros también porque somos lo que comunicamos.

Me llamo Juan Ignacio, pero solo dos personas me han llamado Juan: el peluquero de mi barrio, que nadie sabe por qué me llamaba Juanito, y mi madre para reñirme. Si ustedes viesen furiosa a mi madre entenderían por qué escuchar Juan Ignacio me provoca sudores fríos. Todo el mundo me llama Nacho pero cuando es Carolina quien se lo pone en los labios, 25 años después, me da una cosa rara en el estómago, y es que es amor lo que hay en nuestro nombre. Primero porque nos coloca en el mundo de una determinada manera y después, porque si no nos gusta, lo reducimos y lo amoldamos a quién y cómo somos. Ignacio es muy bonito pero conlleva el que a uno lo llamen de don, lo cual es estupendo, pero a mí no me gusta. Si te llaman Nacho, no hay forma de que te coloquen el don salvo en América Latina. Cosas mías.

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