Duterte el durote
Al nuevo presidente filipino le apodan 'el castigador'. Bajo la eterna sospecha de impulsar grupos paramilitares, es un tipo que obligó a un turista a tragarse un cigarrillo y que hace bromas sobre la violación de una misionera
CARLOS BENITO
Miércoles, 18 de mayo 2016, 12:02
La revista 'Time' no suele prestar mucha atención a la política local filipina, pero también es cierto que Rodrigo Duterte siempre ha sido un alcalde muy alejado de lo convencional. Así que, hace ya catorce años, la publicación estadounidense dedicó unas cuantas páginas a un perfil de este hombre: el regidor de Dávao, una ciudad de millón y medio de habitantes, aparecía bebiendo brandi con un revólver del 38 ceñido a la cintura, antes de salir de patrulla nocturna a lomos de su potente motocicleta. Aquel reportaje se titulaba 'The Punisher', el castigador, y el apodo hizo fortuna, aunque en su tierra también suelen conocerlo como 'Duterte Harry', en un juego fonético con 'Dirty Harry', el nombre original de Harry el Sucio. Y, en los últimos meses, se ha puesto de moda compararlo con Donald Trump, aunque, a su lado, el magnate republicano queda como un elegante campeón del comedimiento.
El abogado Duterte, de 71 años, se ha convertido esta semana en el nuevo presidente de Filipinas: casi era de esperar, porque no ha perdido ni una sola de las once elecciones a las que se ha presentado a lo largo de su vida. Ha sido regidor de Dávao en siete mandatos -los últimos, alternándose en el puesto con su hija Sara- y también pasó una legislatura en el Parlamento, donde al parecer se aburrió como una ostra, tan apartado de la acción. Debutó como alcalde a mediados de los 80, cuando Dávao, en la isla de Mindanao, era uno de los lugares más violentos de esa región del planeta gracias a una desafortunada combinación de insurgencia islámica, guerrillas comunistas y una delincuencia común propiciada por los múltiples tráficos ilegales que empleaban su puerto. Hoy, la ciudad presume de estar entre las diez más tranquilas del mundo, aunque los detractores de Duterte apuntan que el dato es simplemente falso. Y añaden que, de hecho, bastaría la propia actividad del 'superalcalde' para hacer polvo esa supuesta estadística.
A Duterte lo vinculan con los escuadrones de la muerte que han matado a un millar de personas en Dávao, en aplicación directa de sus estrategias para limpiar los bajos fondos, y él suele ponerse retador y coquetear con la posibilidad de aceptar sin más rodeos esa implicación. Cuando una ONG le acusó de estar detrás de setecientas ejecuciones extrajudiciales, él replicó que se trataba más bien de 1.700. En una ocasión, difundió a través de la televisión varios nombres de presuntos traficantes y a dos de ellos los mataron aquella misma semana. «Si te dedicas a una actividad ilegal en mi ciudad, si eres un criminal o parte de un grupo que abusa de la gente inocente, en tanto yo sea alcalde vas a constituir un blanco legítimo de asesinato», avisó una vez. «A los que estáis metidos en drogas, hijos de puta, os voy a matar. No tengo paciencia, ni término medio: o me matáis, u os mato», ha planteado durante esta campaña, en la que se ha comprometido a acabar con el crimen en Filipinas en un plazo de seis meses. Su procedimiento, de diáfana sencillez, consiste en cargarse a 100.000 criminales: «Echaré sus cuerpos a la Bahía de Manila y engordarán a los peces».
Lo de 'el Castigador' no es un sobrenombre metafórico, porque Duterte tiene cierta costumbre de asumir personalmente la administración de las penas. Azotaba con un cinturón a los pilluelos que robaban carteras -lo hacía, de hecho, en el propio Ayuntamiento- y una vez obligó a tragarse la colilla a un turista que no había respetado la prohibición de fumar. Según la versión más vistosa de los hechos, le clavó el cañón del revólver en la entrepierna y le dijo: «Tienes tres opciones: te vuelo las pelotas, te meto en la cárcel o te comes el cigarrillo».
«Era tan guapa...»
Malhablado hasta bordear la autoparodia y a menudo brutal, el nuevo presidente está acostumbrado al escándalo. Durante la visita de Francisco a Filipinas, se quedó atrapado en un atasco y soltó: «¡Papa, hijo de puta, vuélvete a casa y no nos visites más!». Y, en una alocución ante un grupo de pesos pesados de los negocios, se chuleó de lo estupendamente que le funciona el viagra. Claro que lo peor de todo ha sido su reciente comentario sobre la violación y el asesinato de la misionera protestante australiana Jacqueline Hamill, un suceso terrible ocurrido en 1989 durante un motín de presos en Dávao. Probablemente se trate de la frase más repugnante pronunciada jamás por un político: «Se pusieron en fila para violarla... Aquello me enfureció, pero era tan guapa que el alcalde debería haber sido el primero. ¡Qué desperdicio!».
Después de esto, ¿se puede decir algo positivo de este hombre? Quizá lo más inesperado: contra lo que podría sugerir su desbarre de vengador autoritario, Rodrigo Duterte es un convencido defensor de las minorías, tanto étnicas, como religiosas, como políticas, como sexuales. Ha incluido en sus listas a un musulmán, un discapacitado físico y un gay e incluso, en una postura poco común en este país ultraconservador, se ha mostrado partidario del matrimonio homosexual: «Todo el mundo merece ser feliz», ha argumentado, en una cita tan luminosa que cuesta reconocerla como suya.
La familia. Su padre, Vicente, fue gobernador de la provincia de Dávao, hoy dividida en tres. Su madre, Soledad Roa, era maestra y activista en favor de los derechos de los indígenas. Con una fama de mujeriego que él mismo alimenta, Rodrigo Duterte está divorciado de su primera esposa, Elizabeth Abellana Zimmerman, y vive actualmente con Cielito Avanceña. Tiene dos hijos y dos hijas.
Las ejecuciones. Rodrigo Duterte quiere reformar la Constitución filipina y descentralizar la administración del país. También se plantea recuperar las ejecuciones públicas por ahorcamiento y prohibir el consumo nocturno de alcohol.