El 'obús' humanitario duerme en Tarragona
La carga de 24 toneladas de ayuda para Ucrania de la UMU quema la primera etapa de su recorrido hasta el sur de Cataluña
En el argot de los camioneros, 'dejarse caer' es aprovechar la pendiente descendente de una carretera para superar la velocidad máxima para la que el vehículo ha sido programado. José María Cervera, el conductor que dirige el primer tráiler de ayuda humanitaria que la Universidad de Murcia ha fletado con destino a Ucrania, jamás permite a los novatos a los que instruye que se dejen caer por encima de los 94 kilómetros por hora. Son demasiados años de experiencia como para ignorar el riesgo que entraña. Está a solo un año de jubilarse, pero la cercanía de su retirada no ha evitado que diga que sí a la propuesta de la empresa ESP Solutions para ocuparse de este viaje a la frontera de un país en guerra. Insiste en no darse demasiada importancia, pero lo que carga en su remolque es más necesario que nunca para el pueblo que lo ha perdido todo. Circulamos a 90 kilómetros por hora, pero varios camiones nos adelantan por la izquierda. José María, Chema dentro del camión, suelta un bufido de fastidio. «Hay gente que no sabe lo que lleva a la espalda, porque un camión de estos, cargado hasta los topes, es un obús imparable. Si pasas de determinada velocidad puedes perderlo. Y te matas, y matas a quien pilles», asegura.
Viajamos a bordo de un monstruo de 40 toneladas de peso y de aspecto imponente que contrasta con la amabilidad de su carga. La comparación del vehículo con el impacto de un proyectil trae de vuelta el verdadero motivo por el que estamos circulando por carreteras oscuras de madrugada. Si los obuses portaran ayuda humanitaria no sería necesaria la lluvia de camiones que empapa estos días la frontera de Ucrania. Grandes vehículos que llegan cargados de solidaridad y productos básicos que ayer se podían adquirir en el supermercado o la farmacia y para los que hoy solo cabe la pregunta de si queda supermercado o queda farmacia.
Las noticias que llegan desde el país están lejos de cualquier atisbo de esperanza. Sabemos de las explosiones, de la muerte goteando sobre Irpin, de corredores humanitarios violados a traición con un bombardeo sobre civiles a los que la muerte encuentra mientras eran obligados a abandonar el hogar destruido. Aterra la fotografía de una familia completa inerte en el suelo. Sus maletas están en el suelo junto a los cadáveres, perfectamente cerradas, ropa doblada que nadie volverá a ponerse.
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Unas horas antes, al finalizar el acto de despedida del camión en Murcia con las autoridades y las estudiantes ucranianas, el corazón de toda la recogida de material en la universidad, el camión puso rumbo a una nave en Molina de Segura para cargar más productos antes de continuar.
Cada viaje de un tráiler por las carreteras de Europa es una batalla logística donde el hueco en un remolque es una oportunidad perdida. Allí, la parada dura más de lo previsto, de modo que aunque la intención inicial es llegar hasta Barcelona, hay que recalcular la ruta. En eso, no hay mejor ordenador de a bordo que el cerebro de Chema, un navarro tranquilo residente en Alicante que recita nada más empezar las cuatro claves «para hacer un buen trabajo»: «Ver, estudiar la situación y actuar». «¿Y la cuarta?», interrogo. «No sabes lo que me alegra que lo preguntes. ¡Cuántos no preguntan nunca por la cuarta! 'Estar', la cuarta es 'estar', y hay muchos que no están. Y así llegan las desgracias en carretera», dice. Luego calcula que el fin de la primera jornada terminará en Tarragona. El camión sale definitivamente de Molina pasadas las 20.30 horas.
La sombra nuclear
La primera parada llega a la una y media entre Castellón y Benicarló. Un breve receso de 15 minutos en un área de servicio donde un ingente número de camiones desborda el lugar de aparcamiento. Son el ejército invisible que hace que todo funcione. Los peones de la logística nacional que mantuvieron en pie el país durante las peores fases de la pandemia. Tras eso retomamos la marcha. El viaje durará hasta bien entrada la madrugada.
«Mira, la central nuclear», señala. A nuestra derecha se erige Vandellós II. Consta de un solo reactor capaz de desarrollar una potencia de 1087 Megawatios. La cruzamos poco después de que el director general del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), Rafael Grossi, pida un marco de seguridad para las centrales de Ucrania, temoroso tras el ataque con misiles del ejército ruso contra las instalaciones de la planta de Zaporiyia, el mayor complejo nuclear de Europa. «No es seguro ni sostenible que se hayan interrumpido y cortado las comunicaciones internas y externas», alerta. «Estoy profundamente preocupado por este giro de los acontecimientos». Zaporiyia es seis veces más grande que el gigante que dejamos atrás en Tarragona.
Llegamos a la estación de El Médol, junto a la localidad tarraconense de Altafulla, a las 3.40 de la madrugada. Pero el área de descanso está a rebosar. Ni un solo hueco donde estacionar el camión para cumplir con el descanso reglamentario de once horas. La lluvia fina riega la AP-7 al paso de la ayuda humanitaria, un chirimiri que cala los huesos como un goteo de malas noticias. A las cuatro de la mañana, llega el destino final del primer tramo del recorrido en el área de descanso de El Penedés. Hora de dormir en las literas de cabina. Se cumplen las predicciones realizadas por el mejor ordenador de abordo. El único capaz de ofrecerse voluntario para llevar ayuda humanitaria a una zona en guerra.