Decía François Villon, el poeta francés del siglo XV que, tras una vida ominosa y poco edificante, aunque rica en excelentes versos, que el que ... muere tiene derecho a decirlo todo. A Villon le dediqué una de las composiciones de mi libro 'Tal vez los años ya no tengan octubre', que publiqué hace unas semanas. Después de una vida ciertamente intensa, Villon se vio obligado, siendo aún joven, a cruzar uno de los puentes del Sena para marcharse al exilio voluntario y salvar así el cuello, amenazado con la horca. Nunca más se supo de él: ni cuándo ni dónde murió; si tuvo hijos, si siguió escribiendo versos; ni siquiera si existe una tumba en la que descansen sus huesos.
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Paco, como Villon, se ha marchado, en medio del tórrido verano, con el mismo silencio para no molestar, para no tener que levantar a nadie de su siesta. Pero él no tenía cuentas pendientes con la justicia, ni dejó atrás rencor alguno. Somos nosotros los que le debíamos su buen conversar, sus buenas maneras, su modo, tan claro y sencillo, de ver y entender el mundo. Le hemos dejado a deber esa picarona sonrisa de aragonés preclaro que, como algunos de sus paisanos -Gracián, Goya o Buñuel-, se puso el mundo por montera y nunca fue esquivo a las tareas más difíciles a lo largo de su brillante carrera como político.
A mí me ha dejado en la estacada, y no se lo voy a perdonar nunca. Compuesto y sin novio, que diría mi madre en estos casos. Habíamos quedado en vernos -aún conservo su mensaje del primer día de julio-, en darle en mano mi libro, en leerle uno de esos poemas, que él ya conocía de antemano, como se refleja en los 'Agradecimientos' con los que concluye la obra.
Paco Jiménez, amén de hombre honrado, trabajador e inteligente, fue la personificación de cómo deberíamos comportarnos cuando la vida nos acucia. Nunca fueron justos del todo con él. Estaba para un roto y para un descosido, que aceptaba con un estoicismo propio de Séneca, que dejó escrito que un alma noble posee la cualidad de apasionarse por las cosas honestas.
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De su paso por la Delegación de Gobierno, frente a otros que desempeñaron el mismo oficio, dejó claro que con palabras se puede conquistar el mundo, y que el diálogo es la única medicina con la que se cura una guerra. Hablaba con el entusiasmo de un colegial al que acaban de darle el boletín repleto de sobresalientes. Y, pese a sentirse como un murciano más, integrado en una sociedad en la que invirtió buena parte de sus fuerzas, se sentía orgulloso de su origen aragonés, de su pequeño pueblo maño, con tan sólo unos cuantos cientos de habitantes.
Otro de mis amigos, el escritor extremeño Eugenio Fuentes, en su novela policiaca titulada 'Cuerpo a cuerpo', asegura que siempre hablamos bien de los muertos para compensar nuestra mala conciencia por hablar tan mal de los vivos. Por eso jode tanto ponerse ante el teclado y escribir esta clase de artículos, habiendo tenido tiempo de sobra para habérselo dicho, alto y claro, a la misma cara. Como hacen los valientes.
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