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Abdullah, de Afganistán, e Yves, de Camerún, solicitantes de asilo contratados como camareros en el restaurante Mano a Mano de Murcia. enrique martínez bueso

Las guerras que se esconden tras tu pizza

Abdullah Mohammad e Yves Daniel dejaron Afganistán y Camerún asediados por la pobreza y la intolerancia; hoy sueñan con una nueva vida en España. Un restaurante de Murcia da trabajo a cinco refugiados que huyeron de la violencia y la persecución en sus países

Domingo, 20 de enero 2019, 07:57

Quizá fue usted uno de los clientes que anoche, como cada sábado, abarrotaron el restaurante Mano a Mano, en Centrofama. Alrededor de pizzas, empanadillas criollas y cervezas, el local pronto queda invadido por un batiburrillo de voces; cada cual con su tono y su timbre, con un estado de ánimo, anhelos, sueños, decepciones. Atravesando las conversaciones, unas sombras ágiles y discretas vienen y van, apuntando, trayendo, retirando. Son simpáticos y agradables los camareros del Mano a Mano; cualquiera que haya pasado por allí está de acuerdo en eso. Pero allí permanecen, fuera de escena, de nuestra charla de mesa. Un cortés 'gracias', una sonrisa, una propina, y al primer contacto con el aire frío de la calle son ya solo uno más de las decenas de rostros anónimos con los que nos cruzamos cada día.

Hoy, quizá reconozca en Abdullah Mohammad, o en Yves Daniel, a quien le sirvió anoche, o la semana pasada, o la anterior. Los dos son refugiados, los dos tuvieron que dejar sus países, sus pueblos, su familia, sus amigos, su lengua y su cultura para salvar su vida. En total, el restaurante tiene a cinco solicitantes de asilo entre sus camareros, fruto de la colaboración de sus dueños con la Asociación de Ayuda a Personas Refugiadas en la Región de Murcia (PAREM).

EN CIFRAS

  • 925 refugiados esperan en la Región la resolución de sus solicitudes de protección internacional.

  • 210 Es el número de refugiados de Venezuela, la nacionalidad con mayor número de solicitantes de asilo.

  • 23 Es el número de refugiados que provienen de Camerún, el país de Yves Daniel.

Yves y Abdullah echan de menos el olor de la comida de casa de sus madres mientras sirven pasta, ajenos los clientes al frío de muerte que Yves pasó durante quince horas en una patera rumbo a la costa de Málaga, o al escalofrío que recorrió su cuerpo mucho antes, cuando fundamentalistas islámicos mataron a su padre, en su pequeño pueblo de Camerún, porque casarse con una mujer protestante y acercarse al cristianismo era pecado mortal. También permanecen ajenos los clientes al miedo de Abdullah a que los talibanes, los señores de la guerra o los soldados del Ejército irrumpiesen en su aldea, en Afganistán; o a que una bomba estallase en cualquier recodo de la calle cuando tenía que ir a hacer una compra o una gestión a la capital de su región, Ghazni, donde los baños de sangre son habituales.

«Mi país lleva 40 años en guerra. Mi pueblo está controlado unas veces por los talibanes y otras por el Gobierno», cuenta Abdullah

Abdullah tiene 23 años y quiere ser actor. Tiene planta para ello; sonríe sin parar y se muestra lleno de vitalidad. Pero su rostro se ensombrece ante algunas preguntas que prefiere no contestar. En su país era pastor; cuidaba animales en su aldea, junto a su familia. Salió de allí sin apenas formación, porque el sistema educativo es prácticamente inexistente. «Fui solo cinco años a la escuela», confiesa. Pero es inteligente, se defiende en español y lo entiende ya perfectamente. Cuando se le pregunta sobre la violencia en su país, responde con tristeza. «Afganistán lleva cuarenta años en guerra». Desde niño, Abdullah ha convivido con la inestabilidad y el terrorismo. Los talibanes y el Ejército se disputan en un combate interminable el control de Ghazni, un lugar estratégico porque su carretera une la capital, Kabul, con el sur. «A veces están unos, y a veces otros, según la fuerza que en cada momento tengan», resume Abdullah. Hace apenas unos meses, en agosto, una incursión de los talibanes con más de 300 muertos llevó de nuevo la ciudad de Ghazni a los titulares de los medios internacionales.

Atravesar un continente

Hace cuatro años, Abdullah sintió que aquello era ya insostenible. Dejó el país, acompañado por un amigo, y atravesó todo un continente. Pakistán, Grecia, Austria, Alemania. Le llevó un mes llegar a Dinamarca. Él quería ir a Finlandia, pero la policía danesa lo descubrió en la frontera y se quedó allí dos años. «El sistema era muy complicado. Me denegaron el asilo y me encontré con que si no salía de Dinamarca me repatriaban», relata.

En ese momento decidió probar suerte yendo al sur, en lugar de subir a Finlandia. Todo iba bien, pero en el tren que cogió para pasar de Francia a España fue de nuevo descubierto. Ante la imposibilidad de llegar a España por otra vía, decidió atravesar la montaña, y así fue como, después de una larga caminata, puso un pie en Portbou, en la provincia de Gerona. Abdullah terminó en Murcia tras ser incluido en un programa para solicitantes de protección internacional. Llegó hace poco más de un año, y desde hace seis meses tiene un contrato a tiempo parcial en Mano a Mano. Quiere formarse y mirar hacia adelante, aunque echa de menos a su familia, a la que no ve desde hace cuatro años. Su futuro pende de unos trámites administrativos que parecen interminables, y que culminarán cuando reciba, o no, un permiso de residencia en calidad de asilado.

«Las autorizaciones llegan con cuentagotas, y pueden pasar dos o tres años, o más», denuncia Adriana Trafonsky, presidenta de la Asociación de Ayuda a Personas Refugiadas en la Región de Murcia (PAREM). De las más de 13.000 solicitudes resueltas en 2017 -el último año con datos globales disponibles-, el 65% fueron denegadas, subraya Trafonsky. «En estos momentos hay unos 40.000 expedientes pendientes de resolver. Es un proceso sumamente lento y doloroso» para los refugiados, lamenta.

«Mataron a mi padre y a sus hermanos, y tuve que huir», narra Yves con un hilo de voz

Todos en Mano a Mano confían en que Abdullah conseguirá su residencia, porque sería difícilmente justificable que la Administración no reconociese el derecho al asilo a quien huye de una guerra. Lo mismo puede decirse de Yves Daniel. En su caso, Murcia es su refugio ante la persecución religiosa. Camerún fue durante muchos años un país de convivencia entre diferentes religiones, en contraste con las fuertes tensiones de otras zonas del Sahel. Pero en los últimos años la situación ha ido degenerando, con las incursiones de grupos yihadistas como Boko Haram o Séléka, y con la reacción represiva del Ejército camerunés. Yves Daniel habla poco, y resume su tristeza en frases cortas, en las que deja adivinar más que cuenta. Proviene de un pueblo en el centro del país, cerca de la capital, Yaundé. Su padre era musulmán pero se acercó a la confesión de su mujer, que era protestante. Un ejercicio de libertad individual que los más intolerantes no estaban dispuestos a permitir. «Mataron a mi padre y a sus hermanos», narra con un hilo de voz. Seguramente, Yves no estaría vivo si no hubiese escapado en ese momento del país. Dejó atrás a su madre, con la que apenas consigue hablar porque en su aldea casi no hay móviles, y comenzó una larguísima travesía a través de África que duró año y medio. Nigeria, Níger, Argelia y finalmente Marruecos, hasta las puertas de Europa. Por el camino, tuvo que ir pagando a las mafias para pasar de una frontera a otra. «En cada país me pedían una cantidad distinta, unos cien euros a veces», explica. Para ganar ese dinero tuvo que trabajar en lo que fue surgiendo. No concreta mucho más. Es una discreción que comparte con muchos de los subsaharianos que han cruzado a Europa. Lo que ocurre en el desierto, donde muchas veces son robados, maltratados o estafados, se queda en el desierto.

De Nador a Málaga

La última etapa fue la patera, desde Nador a Málaga. «Fue muy duro, estuvimos quince horas en la barca hasta que nos rescató Salvamento Marítimo». Ya en España, fue trasladado a la Región. Aquí lleva año y medio. Hace diez meses, se convirtió en el primer refugiado en trabajar en Mano a Mano. «Todo surgió porque Adriana, la presidenta de PAREM, es clienta, y me comentó que había un chico buscando trabajo», recuerda Juliana Errazu, copropietaria del restaurante. Como el local necesitaba camareros, Yves fue contratado.

La experiencia fue muy positiva, así que después de él llegaron otros cuatro refugiados. La dueña está encantada con ellos, pero aquí no hay condescendencia ni paternalismo. «Esto no es un acto de caridad, son iguales al resto y los tratamos de la misma manera». Juliana es argentina, como Adriana Trafonsky. «Yo también soy inmigrante, vine buscando un futuro, como ellos. A mí el color de la piel me da igual, y de dónde venga cada uno. Por eso aquí tenemos a gente de todas partes», explica la copropietaria del restaurante de Centrofama. En tiempos de creciente intolerancia, de discursos del odio, este lugar es un oasis de esperanza, algo más que un restaurante porque permite ejercer, por un instante, la empatía con quien ha cruzado el mar o el continente y ahora se acerca, a su mesa, con su pizza.

«Se empieza a notar un racismo que antes no había»

La Asociación de Ayuda a Personas Refugiadas en la Región de Murcia (PAREM) nació como plataforma en 2015 a raíz de la crisis migratoria que sobrevino tras la guerra de Siria y los cruentos conflictos en Yemen, Afganistán y otros países. Los integrantes de PAREM, todos voluntarios, ayudan a la integración de los refugiados con clases de conversación en español y con talleres de formación, entre otras iniciativas. Fruto de esta labor, cinco refugiados trabajan hoy en Mano a Mano. También han ayudado a un sexto refugiado, eritreo, a encontrar un empleo en Las Artes, otro restaurante del centro de Murcia. Este último caso es una excepción, porque ha conseguido ya el permiso de residencia permanente. El resto todavía espera a que culmine un interminable proceso administrativo. En PAREM denuncian la «lamentable» política migratoria europea y advierten del ascenso de la xenofobia. «Cuando llegué a España hace quince años, prácticamente no había racismo», cuenta Adriana Trafonsky, presidenta de la asociación, argentina de ascendencia española. «Pero hoy se empieza a notar», advierte.

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