¡Bravo!
La actriz Margarita Lozano convirtió ayer el acto de su investidura como doctora 'Honoris Causa' de la Universidad de Murcia en una emocionante y apasionada defensa de la palabra, la vida y el Teatro
Antonio Arco
Sábado, 23 de mayo 2015, 01:17
De ella me dijo Nanni Moretti, el prestigioso cineasta y actor italiano, que la dirigió en 'La misa ha terminado' (1985): «La admiraba tanto que, cuando rodé la escena en la que ella hacía de mi madre, recién muerta tendida sobre la cama, me impresionaba mirarla; estuve a punto de abrazarla y de decirle: '¡Por favor, levántate y háblame!'». Ayer, muchos años después de no haber tenido que sobrevivir a ningún pelotón de fusilamiento, la actriz Margarita Lozano, nacida en Tetuán en 1931, pero vinculada a Lorca desde su infancia y ya para siempre -vive en su 'casa azul' de Puntas de Calnegre-, fue investida doctora 'Honoris Causa' de la Universidad de Murcia (UMU).
«Cuando Joaquín Cánovas me dio la noticia, lo primero que sentí fue asombro y desconcierto. ¡A mí!, ¿por qué?», se preguntó Margarita Lozano, gesticulando con una cara de contundente asombro, y una humildad estelar que se expandía por la sala como un bálsamo y una invitación a tener los pies sobre la Tierra. Y añadió, con una voz que denotaba emoción y gratitud infinitas: «Más tarde comprendí. Yo no merezco este honor, pero el Teatro, sí. El Teatro. Hay que estudiarlo, pero sobre todo hay que amarlo y respetarlo».
«No sé hablar de mí en público», reconoció. «No sé qué decir», contó con la rotundidad de un círculo de fuego, de una estampida de búfalos. Así es que, «como siempre», buscó ayuda y recurrió a su admirado Miguel de Unamuno, autor de uno de sus libros de cabecera: 'Vida de Don Quijote y Sancho'. Eligió su ensayo 'La regeneración del teatro español' para preparar su discurso de investidura, que ella convirtió en toda una lección de interpretación y de sabiduría escénica, logrando a su alrededor un silencio sepulcral en mitad del cual tan solo se escuchaban los latidos de los presentes. Qué enorme poder de comunicación, sin apenas alzar la voz -extraña y bellísima- más allá de sus labios, sin maquillar como todo su rostro, que lleva la huella de los besos de agradecimiento de cineastas de la proyección universal de Luis Buñuel, Pier Paolo Pasolini o los hermanos Taviani.
Nadie que estuviese ayer en el Paraninfo de la UMU -desde el rector José Orihuela, que presidió el acto, a los jóvenes estudiantes de Teatro que asistieron al acto sin parpadear durante toda la intervención de la actriz-, podrá olvidarse jamás de uno de los momentos gloriosos, irrepetibles, que regaló la actriz, que citó a Esquilo, Cervantes, Shakespeare... Fue el momento en el que recitó estos versos de 'El caballero de Olmedo', de Lope: «Amor, no te llame amor / el que no te corresponde...». Momento al que siguió el milagro de ver a Calderón hablándonos, a través de -con permiso- la Lozano, al oído, al corazón y a la humanidad llena de dones y de miedos de cada uno de los asistentes al acto, porque toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son: «¡Ay mísero de mí, y ay, infelice! / Apurar, cielos, pretendo, / ya que me tratáis así /qué delito cometí / contra vosotros naciendo; /aunque si nací, ya entiendo / qué delito he cometido. / Bastante causa ha tenido / vuestra justicia y rigor; / pues el delito mayor / del hombre es haber nacido. ¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, / una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los / sueños, sueños son».
La Lozano pasaba de parecer una diosa griega a un pobre cachorro de animal herido, y lo mismo transmitía la fuerza del trueno que la delicadeza de una minúscula hoja cayendo de un árbol. Tras reconocerse una privilegiada «por haber sentido vocación teatral», confesó: «Me he hecho a la vez como actriz y como persona. Hemos crecido juntas, nos hemos ayudado la una a la otra a vivir y a trabajar». Y explicó uno de los secretos que logran hacer de cada uno de sus trabajos en escena un gozo destinado al público: «Desde que llega a mis manos la obra, poco a poco me va contando sus secretos, me contagia sus pasiones; y yo le doy mi alma».
Y continuó nombrando a personas a las que les debe los recuerdos de una vida luminosa, en lo personal y en lo profesional: el director de escena -y su gran maestro y amigo- Miguel Narros; su único hijo, Paco; Josefina Sánchez Pedreño... «Tengo muchas deudas de gratitud y de amor, pero no me gusta decir en público sus nombres, me los guardo aquí dentro. Agradecimiento y amor hacia Italia. Y gracias a la Universidad de Murcia por su generosidad, por haberme acogido. Me habéis hecho un bellísimo regalo en mis ochenta y tantos años. La Universidad de esta tierra que yo he hecho mía. Gracias», concluyó la actriz, que recibió -ella también con el corazón encogido- una larga ovación del público puesto en pie, al que lanzó un beso que tenía el aroma de un inmenso '¡gracias!' y de un adiós cálido y en paz. Para el recuerdo quedaban las palabras inmortales que había dejado dibujadas en el aire con una profundidad y un encanto inusuales. Como éstas de San Pablo: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero hago, miserable hombre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?».
Olimpo
Durante el acto, el catedrático de Cine Joaquín Cánovas, padrino de la ya doctora 'Honoris Causa' y, más que su amigo, una especie de ángel cinéfilo de su guarda, había iniciado su discurso previo a la investidura con un entrañable recuerdo: «Será el azar, o el destino, o la mirada cómplice que desde el Olimpo nos regalan los dioses, pero lo cierto es que hace exactamente 20 años, tal día como hoy, un 22 de mayo de 1995, asistíamos en este mismo Paraninfo de la Universidad de Murcia a la investidura como doctor 'Honoris Causa' de Francisco Rabal, primer actor en recibir tal distinción en nuestro país, en una memorable y recordada ceremonia donde el profesor César Oliva ejercía de padrino y un servidor de acompañante, y en la que, como hoy, contábamos con la presencia de Margarita Lozano, tímida espectadora entre el público que, seguramente, jamás pensó verse en trance parecido». Ayer, Cánovas ejerció de padrino y Oliva de acompañante de -así la definió el primero- «una de las actrices menos convencionales que ha dado nuestro país, una mujer que vive el presente con intensidad y huye del encasillamiento. Un ser libre, rebosante de osadía cultural y amante de los retos profesionales». Retos personales y afán de búsqueda de nuevos horizontes profesionales y personales que la condujeron a establecerse en Italia «en la segunda mitad de los años sesenta». «El productor Carlo Ponti», rememoró Cánovas, «se había interesado por ella tras ver 'Viridiana' (Luis Buñuel, 1961), interés acrecentado tras su presencia en el filme de Sergio Leone ['Por un puñado de dólares', 1964], coproducción hispano-italiana, lo que facilitó su contrato con la agencia de talentos internacionales Willian Morris, la más antigua y prestigiosa del momento».
De sus trabajos en estos años, «a las órdenes de directores como Nany Loy, Mauro Bolognini, Eriprando Visconti, Tinto Brass o Pier Paolo Pasolini, destacan dos grandes interpretaciones, justamente reconocidas por la crítica internacional: es una admirable doctora Blanche en 'Diario de una esquizofrénica' (1968), con alguna secuencia especialmente memorable como esa en la que muerde una manzana y da los trozos a comer a su paciente Anna, como si alimentara a un polluelo en el nido; y se erige como heroína y protagonista absoluta de 'Baltagul / El hacha' (1969), dirigida por Mircea Muresan».
Y a comienzos de los años setenta, «Margarita protagoniza otro giro en su vida privada que cambia radicalmente su actividad profesional. Su matrimonio con el ingeniero italiano Alejandro Magno la aparta del cine -el teatro ya lo había dejado en España- e inicia un periplo africano que la lleva, acompañando a su marido (ingeniero agrónomo de la FAO), y junto a su hijo Paco, a Madagascar, Senegal, Alto Volta (hoy Burkina Faso), Costa de Marfil y, finalmente, Marruecos, antes de su retorno a España e Italia, donde alterna residencia a partir de comienzos de los años ochenta».
La vida de la protagonista de 'La noche de San Lorenzo' (1981), de los Taviani, ha transcurrido siempre a contracorriente de lo que podía esperarse, porque la Lozano es un ser imprevisible, una fuerza con alma de la naturaleza. Ayer volvió a demostrarlo, sin el vigor ya con el que un día amó África y a sus gentes, pero con la magia deslumbrante que en ella no se agota. ¡Bravo!