De temido entre las naciones a ocupar una tumba olvidada
Pronto se cumple un siglo desde que el Gobierno autorizó el traslado de los restos de Floridablanca a Murcia
El 30 de diciembre de 1808 Sevilla se cubrió de luto. Las campanas de la Giralda y de todas las iglesias repicaron para anunciar la ... muerte de uno de los hombres más influyentes de la España ilustrada: José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca. La noticia conmocionó a la nación. Se trataba de una figura que ocupó el centro de la política en los reinados de Carlos III y Carlos IV y que, aún en los últimos meses de su vida, había desempeñado un papel decisivo en la lucha contra la invasión napoleónica.
El cuerpo fue expuesto en el Alcázar bajo un dosel reservado a prelados. Al día siguiente, su cadáver recibió un privilegio reservado a los reyes: la entrada en la catedral por la Puerta Mayor. Allí fue enterrado, en la Capilla Real, rodeado de sepulcros ilustres: San Leandro, Fernando III el Santo, Alfonso X, María de Padilla y varios infantes de la Casa Real castellana.
Sin embargo, su voluntad testamentaria quedó incumplida. Floridablanca dejó escrito que lo enterraran en la capilla familiar de la parroquia de San Juan, en Murcia. Y esa disposición se ignoró durante más de un siglo. En contraste con la magnificencia sevillana, el retorno se realizó con más modestia y hoy apenas lo recuerda una discreta lápida colocada en 1984 por el Club Liberal Conde de Floridablanca.
Pocos ciudadanos saben dónde se encuentra su tumba, ni qué motivó a aquel abogado de origen humilde a escoger el título de conde de Floridablanca, en referencia al lugar de nacimiento de su familia. Su currículo impresiona. Fue protagonista en la Paz de Versalles (1783), que puso fin a la guerra contra Inglaterra y permitió la independencia de EE. UU., con beneficios para España (recuperación de Menorca y Florida oriental y occidental); reformó el sistema fiscal; favoreció el libre comercio con América y modernizó la agricultura.
En Murcia, se preocupó por el agua, la agricultura, las comunicaciones y la educación, buscando modernizar la Región y darle más protagonismo en la España ilustrada. De ahí que, aún hoy, se le recuerde como uno de los grandes benefactores de la ciudad y de su huerta.
Su caída en desgracia fue abrupta: sufrió prisión, padeció un atentado y acabó marginado de la corte. A su regreso a Murcia se recluyó en el convento de San Francisco. Sin embargo, la invasión francesa alteró sus planes. Fue reclamado para presidir la Junta Suprema de Murcia, y poco después asumió la dirección de la Junta Central, órgano encargado de coordinar la resistencia contra Napoleón.
Tras su muerte, la prensa jugó un papel fundamental a la hora de reclamar que se cumpliera su voluntad de ser enterrado en Murcia. El diario 'El Liberal' y otros medios recordaban su figura, su legado y la deuda pendiente con él.
El Ministerio de la Gobernación lo autorizó un 2 de marzo de 1926. Pero no se hizo. En 1928, la cuestión volvió a encenderse cuando los diarios criticaron que «ni uno de los concejales ha tenido en cuenta que [...] se cumple el segundo centenario del nacimiento del Conde».
Finalmente, en 1931 y bajo la República, el concejal Moreno Galvache logró que el pleno aprobase la iniciativa e incluyese el acto en el programa oficial de la Feria de Septiembre. El ministro de la Gobernación, Miguel Maura, envió un telegrama de apoyo, autorizando la idea. El 25 de septiembre de 1931 los restos fueron exhumados. Dos días después, llegaron en tren a la estación del Carmen. La prensa se quejó de la falta de organización y del escaso público. Una carroza llevó el féretro hasta San Juan, acompañado por centenares de murcianos. En la capilla de la Comunión, donde aguardaban párroco y feligreses, se celebró un responso y se depositaron los restos en el panteón familiar.
El entierro tuvo lugar el 28 de septiembre en presencia de un notario que levantó acta. Con ese gesto, se cumplía por fin, aunque con 123 años de retraso, la última voluntad del conde de Floridablanca. Sin embargo, la crónica del periodista Antonio Olmedo, publicada en ABC, revelaba la otra cara de la historia: de aquel hombre que había movido los hilos de la política española y europea apenas quedaban unos restos mínimos, guardados en una pequeña arqueta. Una amarga lección sobre la fugacidad de la gloria y la fragilidad de la memoria.
Allí quedaron los restos hasta que la cripta fue saqueada y, según algún autor, convertida en una letrina en la Guerra Civil. Pero el párroco no denunció en sus declaraciones para la Causa General que se hubieran perdido los restos. En cualquier caso, que su tumba pase inadvertida no hace justicia al peso histórico de quien, en vida, fue respetado y temido en Europa.
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