El perfume de 'alábega' y las peligrosas 'locacias'
Tan emotiva fragancia evoca las enormes latas de conserva reutilizadas como improvisadas macetas donde crecía tan fresca hierba
Fue en un instante, en un pestañear de ojos, en apenas un segundo, cuando un aroma me asaltó. Ocurrió en el Palacio del Almudí, donde ... andaba reunido con el comité que gestiona los actos del 1.200 aniversario de nuestra Muy Leal, Muy Noble y Muy Asfixiante Murcia. Luego supe que tan agradable olor provenía de ciertas velas aromáticas con perfume de albahaca, que en Murcia se conoce como alábega, otro espléndido término en peligro de extinción.
En cuanto lo reconocí, inmediatamente se me presentó el viejo rincón de la casa de mi abuela Encarna. Algo así como aquello que le sucedió a Proust con su famosa magdalena. Aunque aquí las horneamos tan ricas que hasta nos comemos la g. Por eso todo quisque las llama «madalenas». Y sí, no pocos le quitan la 'ese' final'. Proust tuvo que comerse una para evocar su infancia. A los murcianos nos basta con darles un suave golpe a los tallos de alábega para que suelten su preciado bálsamo.
Tan emotiva fragancia me evocó las enormes latas de conserva, algunas tan bellas como las de pimentón, reutilizadas tal que improvisadas macetas donde brotaba esa hierba, que es sinónimo de buen tiempo. «Por Santa Águeda, planta la alábega», advertían en la huerta.
En el patio de la abuela crecía espigada bajo el cobijo de una higuera vieja y quebrada, entre geranios reventones, clavellinas blancas y rojas, rosales trepadores que acariciaban las primeras brevas del verano y alocasias que alzaban sus tallos como verdes brazos al sol.
La abuela siempre llamó 'locacias' a las alocasias. Como toda Murcia. Son esas plantas tropicales de enormes y nervudas hojas y cuya savia, al contacto con la piel, causa terribles irritaciones.
Las 'locacias', por cierto, llegaron a España desde Asia como curiosa especie para adornar palacios y mansiones. Más tarde alcanzarían los humildes patios y hasta las puertas de las barracas. En Murcia, donde toda la humedad del mundo tiene su asiento, debieron encontrarse como en sus tropicales ambientes. Y se quedaron, incluso adoptando tan castizo nombre.
Aquel perfume de alábega, tan útil para espantar a los mosquitos, despertó en mí la memoria de esa huerta antigua, donde los bancales se vestían con vinagrillos sabrosos, y las acequias murmuraban aguas claras bajo un sol ardiente. Los atardeceres teñían de rojo las palmeras y las siestas, irrenunciables, a veces sobre el mismo suelo de baldosas de barro que ofrecían su fresca caricia, fresca como aquellas cántaras lejanas que atesoraban agua adormecida con unas gotas de anís. O como el refrescante sonido que producía el caldero al caer sobre las profundas, oscuras y frías aguas del aljibe. ¿Quién no se ha asomado a alguno para ver ondular su imagen reflejada en el fondo?
Ignoro si aquellos veranos de antaño eran más benignos que estos que sufrimos cada julio cuando Murcia se convierte en un pozo de calcinación. Acaso sí lo eran. Pero con semejante calor, quite usted, cualquiera se pone a comparar. O quizá sea la memoria, ese dulce filtro que embellece lo pasado, la que se encargue de refrescar los emotivos recuerdos que me regala el aroma de la alábega.
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