«¡Nene, échale margarite y que rule, pijo!»
El histórico juego de bolos huertanos entretiene a los murcianos desde hace más de cinco siglos
La antaño espléndida huerta murciana apenas es un remoto reflejo de aquello que fue y encandiló a tantos. Porque los tiempos avanzan, piqueta en mano, ... aunque también porque los hijos tienen la lógica y económica tendencia de construir sus hogares en el pequeño terreno que tantas fatigas dio a sus padres. Y entre todo aquello que vamos perdiendo se encuentran nuestros bolos huertanos, que estos días ya resulta complicado disfrutarlos pese a la inmensa historia que atesoran.
La referencia más antigua al juego, al menos encontrada hasta ahora, nos traslada al año 1523. El Concejo de Murcia se vio obligado a regularlo pues, como consta en las Actas Capitulares, muchos vecinos «de esta ciudad y otros esclavos y mozos» apostaban demasiado y, como era de esperar, proliferaban las peleas «y heridas y causa mal ejemplo».
Los regidores establecieron una multa de 300 maravedís a quienes «jueguen a los bolos». De ellos se destinaba un tercio a obras públicas, otro tanto para «el acusador» y lo mismo para el juez que instruyera la causa. No era mala pena si consideramos que, si quien jugara era esclavo y por tanto insolvente, recibiría «cien azotes atado a un naranjo de la casa de la Corte».
El naranjo más ilustre
¿Un naranjo? La siguiente pregunta es evidente: ¿Por qué quienes mandaban en aquella remota Murcia citaban un simple naranjo? La respuesta hará las delicias de quienes amen lo antiguo. Vayamos un poco más atrás en la historia. El 16 de mayo de 1421, el Concejo denunció el terrible olor que llegaba hasta las Casas de la Corte, su sede, junto al Segura en el lugar que hoy ocupa el Ayuntamiento. Según testimonios de la época, que refirió en su día el gran cronista Juan Torres Fontes, la causa de la pestilencia era la costumbre de arrojar «gatos o perros muertos e otras fedentiñas malas» junto a la barbacana, el terraplén entre los edificios y el cauce.
El Concejo fue práctico: decidió regalar aquellos terrenos a quien se comprometiera a plantar «árboles olorosos», idea que aceptó uno de los regidores, quien sembró naranjos y organizó su cuidado. Serían, a partir de entonces, los «naranjos de la Corte». Un siglo más tarde, al parecer, aún crecían, si no los originales, sus descendientes vegetales.
Un siglo más tarde, un 21 de marzo de 1523, volverían a cobrar protagonismo cuando los regidores decidieron acabar con el ya antiguo juego de los bolos. Fue en vano. Desde muy antiguo debían ser una de las diversiones preferidas de los murcianos, bien reglada por normas incluso para la construcción de las pistas.
Cada terreno de juego tiene 40 metros de largo por 4,3 metros de ancho y se confecciona, según la tradición, con tres capas de 10 centímetros cada una. La primera está compuesta de polvo de pórfido o piedra natural. La segunda, de tierra roja de los campos de Sangonera, la misma cuya calidad han alabado generaciones de escultores. Por último, la arena que da el color característico al campo y que, en determinados lugares de la huerta, se llamaba tierra de la Cresta del Gallo.
Otras características son el peso de la bola, de entre 900 y 1,1 kilos, o la longitud de los bolos, de 0,7 a 0,75 metros. Las maderas para su talla son de encina o el limonero. Y para amortiguar el golpe de la bola al fondo de la pista se requieren buenos troncos de palmera.
Cuenta Juan García Abellán que los bolos fueron pasatiempo común de jornaleros y artesanos, de gente notable e ilustre durante muchos siglos, hasta el extremo de que, ya a comienzos del siglo XVIII, el callejero tenía su propia calle Juego de Bolos en el barrio de San Antolín.
No es extraño que la popularidad del entretenimiento acabara, de tanto en vez, en trifulcas y aún tragedias. La prensa murciana de los siglos XIX y XX está repleta de sucesos relacionados con las recias disputas entre jugadores que, en algún caso, devenían incluso en homicidios.
Un palo en la cabeza
Eso sucedió en 1885, cuando en una pelea resultó muerto un jugador en las Puertas de Madrid. O en 1917, en el Molino de la Vereda, donde «a consecuencia de una jugada promovieron una discusión que degeneró en riña», resultando el jugador Antonio García con «una herida grave de palo en la cabeza».
Si rica es la antropología en torno a los bolos, no menor resulta el catálogo de expresiones empleadas durante el juego. Entre ellas, algunas tan curiosas como el lanzamiento de «echar margarite y que rule», algo así como darle cierto efecto a la bola con el dedo meñique. «Echarle gordo» implicaba el uso del dedo del mismo nombre para similar acción. Otros términos como chamba, hilada, mochás, rulé, copas careadas o copas derechas resultan auténticos arcanos para gentes no iniciadas.
La importancia de este juego la puso de manifiesto el investigador Manuel Muñoz Zielinski en el libro 'Los juegos en la Murcia del siglo XVIII'. En su aportación, el autor hace referencia a otro juego, el caliche o chito.
En 1926, la Real Sociedad de Foot-ball de Murcia, convocó el Gran Concurso de Juego de Bolos, que se celebró el 10 de enero con la participación de otros tantos equipos de varias pedanías. El acto fue amenizado por la Banda del Regimiento de Infantería de Sevilla y se celebró en el estadio del Real Murcia.
Los premios sirvieron, sin duda, como reclamo. Desde el primero, que ascendía a 100 pesetas de la época a los otros tres, de 75, 50 y 25 pesetas. Los jugadores de La Alberca se alzaron con el triunfo, seguidos de La Raya y Nonduermas.
Los bolos huertanos, como bien contaba el compañero Antonio Gil Ballesta en estas mismas páginas, no atraviesan su mejor momento. Aunque en la actualidad aún existe una liga y, por suerte para la historia, parece que la tradición reverdece con la creación de nuevos equipos. Uno de ellos, de pronta presentación, es el llamado Mursiya Imperial Bolos Club. Un buen nombre. Está formado por auténticos apasionados de nuestras cosas. Pero esa es una historia que bien merece ser contada otro domingo con más calma.
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