Cartagena, estación terminal del abandono
Fotohistoria de Cartagena ·
La crónica de una conexión forjada en el XIX y abandonada en el XXICartagena no siempre estuvo desconectada. Muy al contrario: hace más de 160 años, en pleno siglo XIX, cuando las locomotoras eran el símbolo del progreso ... y el vapor anunciaba la llegada de la modernidad, esta ciudad protagonizó una de las gestas ferroviarias más destacadas del sureste español. Una gesta con nombres, fechas, conflictos y triunfos que conviene recordar. Sobre todo ahora, cuando esa misma línea —la que une Cartagena con Madrid vía Chinchilla— agoniza entre la negligencia, la desidia política y el conformismo.
Todo empezó el 15 de agosto de 1851, cuando una Real Orden encargaba al ingeniero del puerto de Cartagena, José Almazán, el ambicioso proyecto de una línea férrea desde Albacete hasta el puerto cartagenero, pasando por Murcia. El plan contemplaba cuatro grandes tramos: Albacete-Hellín, Hellín-Cieza, Cieza-Murcia y, finalmente, el más esperado: Murcia-Cartagena.
Ya desde el inicio, el trazado estuvo rodeado de disputas técnicas y políticas. Frente al empuje cartagenero, emergían los intereses de Valencia y Alicante, con sus lobbies empresariales y aliados en Madrid. Hubo una «Línea del Mediterráneo» planteada en 1850, de Madrid a Cartagena con ramales hacia el Levante, pero ninguna opción superaba las dificultades políticas y económicas del momento.
Fue necesario esperar hasta abril de 1858 para que se aprobara en las Cortes una ley que autorizase la concesión mediante subasta. El proyecto finalmente prosperó con el compromiso del Estado de subvencionar cada kilómetro de vía con 360.000 reales, y con la implicación económica de las provincias afectadas. Sin embargo, el trazado sufriría un desvío inesperado cuando, en 1860, una Real Orden impuesta por la poderosa compañía MZA —Madrid-Zaragoza-Alicante— modificó la línea para que pasara por Chinchilla, en lugar del trazado directo previsto. Y, aun así, Cartagena no se rindió.
El momento culminante llegaría en octubre de 1862, cuando la reina Isabel II desembarcó en Cartagena procedente de Cádiz. La ciudad entera, entusiasmada, se volcó con la llegada de la soberana. Se alzaron pabellones, se dispararon salvas de artillería, se alfombraron las calles con flores. La estación aún no estaba terminada, pero el simbolismo del acto era poderoso: se inauguraba, aunque fuera de forma provisional, la línea férrea entre Cartagena y Murcia.
El tren real partió el 24 de octubre de una estación inacabada, por una vía montada apresuradamente «para uso exclusivo de aquel día», según relatan las crónicas. Las obras definitivas no se terminaron hasta meses después, y el servicio comercial de pasajeros y mercancías no comenzó hasta el 1 de febrero de 1863. Pero el hecho estaba consumado: Cartagena había vencido al aislamiento.
Durante las primeras semanas, la afluencia fue notable. En agosto de 1863, más de 3.800 personas utilizaron el tren en solo una semana. El impacto económico y social fue inmediato. La conexión ferroviaria abría mercados, impulsaba la minería, dinamizaba el puerto y acercaba Cartagena a Madrid.
Hoy, en 2025, esa línea sigue existiendo... pero es casi una reliquia. El trazado por Chinchilla es lento, anticuado, y a menudo inoperativo. Los trenes tardan más de lo razonable, y los ciudadanos han visto desaparecer la conexión directa con la capital del Estado. Una ciudad con puerto de interés general, con uno de los arsenales más importantes de España, con más de 220.000 habitantes, se ha quedado fuera del mapa ferroviario de alta velocidad. Y lo peor: sin solución visible a corto ni medio plazo.
La triple herida
¿Cómo es posible que lo que se consiguió con esfuerzo y determinación en 1863 se haya perdido por inercia en el siglo XXI? La respuesta está en una triple herida: la irresponsabilidad histórica de los responsables políticos, el centralismo de la capital murciana, y la falta de músculo reivindicativo de la sociedad cartagenera. Frente a la lucha de nuestros antepasados —que sortearon montañas, negociaron en las Cortes, vencieron a las presiones de otras provincias— hoy impera el silencio, la resignación y la eterna espera de promesas incumplidas.
La historia nos enseña que nada se logra sin esfuerzo. José Almazán diseñó un proyecto revolucionario. La compañía MZA, con capital de los Rothschild y apoyo de grandes nombres como Alejandro Mon o el Duque de Sevillano, apostó por Cartagena. Isabel II, con toda la pompa del XIX, vino personalmente a dar legitimidad a una obra que aún estaba sin acabar. Y los ciudadanos salieron a la calle, bajo el sol o la lluvia, a vitorear aquel primer tren, símbolo de un futuro que llegaba sobre raíles.
Hoy necesitamos algo más que nostalgia. Necesitamos acción. Cartagena no puede ser una estación olvidada. Porque ningún desarrollo logístico, turístico, empresarial o educativo tiene sentido sin una conexión ferroviaria moderna y eficaz con Madrid. Porque es inadmisible que después de 160 años, el esfuerzo de tantas generaciones se vea arrinconado por la pasividad o por decisiones tomadas desde lejos, sin visión ni compromiso.
La historia del ferrocarril Cartagena-Murcia-Madrid es la historia de una ciudad que supo abrirse paso en tiempos difíciles. Una ciudad que no aceptó ser secundaria. Una ciudad que, en pleno siglo XIX, luchó por su lugar en el mapa. Ahora toca recuperar esa actitud.
Porque, si en 1863 fuimos capaces de echar a andar el tren con las herramientas del vapor, hoy —con todos los medios técnicos, políticos y financieros de nuestra era— no hay excusas para seguir esperando en el andén de la indiferencia.
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