Cartagena y su fiebre minera
En la primera mitad del siglo XIX, Cartagena era una ciudad al borde del colapso. Víctima del abandono estatal, la decadencia del Arsenal, el azote ... de las epidemias y el ocaso de su antigua gloria naval, la ciudad se hundía en una espiral de miseria. Sin embargo, en 1840, algo cambió: el descubrimiento de ricos yacimientos minerales en la vecina Sierra Almagrera encendió la chispa de una fiebre minera que sacudió también a la nuestra.
El historiador Federico Maestre de San Juan Pelegrín, en su excelente estudio sobre este fenómeno, nos permite entender con precisión cómo la sociedad cartagenera, abatida pero no resignada, reaccionó a esa llamada de la tierra. Lo que nació entonces no fue solo una oportunidad económica: fue un intento colectivo de salir del letargo y reconstruir el futuro.
En esos años Cartagena apenas superaba los 10.000 habitantes. Las calles estaban vacías, el muelle arruinado, el Ayuntamiento en bancarrota, y sus edificios públicos amenazaban ruina tras los terremotos de 1829. Los empleados del Arsenal no cobraban, la laguna del Almarjal propagaba enfermedades, y la ciudad se había convertido en un fondo de saco geográfico, mal conectado por tierra y sin medios para aprovechar su privilegiada bahía.
Y sin embargo, cuando llegaron las noticias del filón El Jaroso, los cartageneros no dudaron. En apenas semanas comenzaron a fundarse sociedades mineras: solo en el primer año se constituyeron 23, y al siguiente 56. Más de 8.000 personas invirtieron lo que tenían —y lo que no— en acciones, denuncios de minas, fundiciones y proyectos metalúrgicos.
Detrás de ese estallido económico hubo un actor social que tomó el mando: la burguesía cartagenera. Esta clase media-alta, formada por comerciantes, armadores, notarios, médicos, abogados, propietarios agrícolas y militares retirados, llevaba décadas esperando su oportunidad. Marginada durante el absolutismo fernandino, encontró en la minería el vehículo para convertirse en la clase dirigente económica de la ciudad.
Entre sus nombres más destacados figuran Tomás Valarino, alma de la industria fabril local; los hermanos Bosch, potentes comerciantes marítimos con más de veinte buques de vela; la familia Rolandi, pionera en fundiciones; los comerciantes Juan Bautista Bofarull, Nicolás Biale, Manuel Faixá, Salvador Lesús o José Verger; o figuras políticas y militares como Esteban Hidalgo de Cisneros, el general Blas Requena o el mariscal Demetrio O'Daly, que también invirtieron en este prometedor negocio.
Estos hombres —y algunas mujeres también— no solo aportaron capital. Aportaron visión, estructura, ambición. Fueron ellos quienes fundaron sociedades como La Virgen de la Caridad, La Empresa de Minas de Cartagena, La Unión o El Hombre Feliz. En sus estatutos ya se perfilaban conceptos modernos como la emisión de acciones, reparto de beneficios, y formación de consejos directivos. Era el capitalismo industrial echando raíces en el solar de una ciudad arruinada.
Pero la fiebre minera no fue solo cosa de ricos. Uno de los rasgos más humanos de esta etapa fue la amplitud del fenómeno: viudas, jornaleros, carpinteros, barberos, sangradores, tenderos y pescadores invirtieron lo poco que tenían en acciones de sociedades que prometían riquezas.
Fue una fiebre compartida, un delirio de esperanza. Incluso algunos de los técnicos franceses afincados en la fábrica de vidrio de Santa Lucía participaron como socios.
Hubo quien puso sus ahorros en una sola sociedad. Otros —los más pudientes— diversificaron su inversión. Hubo quienes ganaron. Y muchos que perdieron. Porque no todas las minas dieron resultado, ni todas las compañías fueron honestas. Pronto llegaron los fraudes, la especulación, y los desengaños. La euforia de 1841 se diluyó en el desencanto de 1844.
Esta no fue la primera vez que Cartagena renacía de sus cenizas. Lo había hecho tras la conquista romana, tras los saqueos visigodos, tras los terremotos, tras la expulsión de los franceses. Y lo volvió a hacer en 1840, cuando, a pesar de tenerlo todo en contra, sus gentes apostaron por la minería como tabla de salvación.
Fue una etapa breve pero transformadora. Se mejoraron infraestructuras, se conectó la ciudad con la sierra minera, se crearon sociedades modernas, se atrajo capital extranjero, y se dotó al puerto de una Junta de Obras que lo modernizó. Fue, en definitiva, el inicio de la Cartagena industrial.
Hoy Cartagena no vive una fiebre, sino más bien una calma estancada. Su centro histórico se vacía, su juventud emigra, su industria mengua y su papel en la región parece siempre subordinado. No hay minas por descubrir, ni filones de plata en el Gorguel. Pero sí puede haber otros recursos: el conocimiento, la energía verde, el patrimonio, la economía azul, la innovación tecnológica...
Quizá hoy no necesitamos picar la roca, sino sacudir conciencias. Porque lo que ocurrió en 1840 no fue un milagro geológico, fue un acto colectivo de valentía, confianza y organización. Cartagena supo entonces encontrar un rumbo cuando todo parecía perdido. ¿Será capaz ahora de hacerlo otra vez?
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