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Entrar a Murcia por el cielo

Marcelino Sempere Doménech

Sábado, 5 de octubre 2019, 07:18

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Son miles las personas que han entrado a Murcia por el cielo con el deseo cumplido de ser aviadores. Por un camino lleno de sorpresas y asombro, ese anhelo nos ha traído a un lugar singular: San Javier y su Academia General del Aire, ubicaba en Santiago de la Ribera, una pedanía del municipio. Ahí descubrimos la peculiaridad de la organización municipal de la Región de Murcia, una tierra a la que posiblemente no hubiéramos venido de no ser por nuestra vocación aeronáutica y de la que ahora nos costaría separarnos.

También nos sorprendió su clima. A pesar del nombre de Costa Cálida, pronto comprobamos que en esta Ribera en invierno se pasa frío e incluso puede nevar. Nos llamó la atención ver, en ocasiones, al personal de la calle industrial colocar, al terminar su jornada, unas tablas delante de las puertas. Luego supimos que era para prevenir los efectos de una posible riada, a pesar de que no había nubes y hacía mucho calor. En el campamento de Los Alcázares hacíamos incómodas «generalas» de inundación: teníamos que evacuar el campamento con celeridad. Siendo ya profesor me tocó a mí llevar a cabo dicha tarea de verdad.

Descubrir el Mar Menor era otra grata sorpresa, el agua templada, su escasa profundidad y unos amaneceres incomparables mientras izábamos bandera los viernes. Al final invitabas a tu familia a conocer tan hermoso paraje. Y les contabas cómo al volar sobre la laguna esta se convertía en un espejo de luz y cielo: espejo en el que se reflejaban a veces los sueños de nuestros compañeros caídos. Relatabas a tus amigos cómo el Cabezo Gordo ejercía de hito para llevarte a la pista. Les explicabas admirado, cómo en Murcia se podía volar prácticamente todos los días.

La mañana que nos llevaron a la capital tuvimos que aprender la salve en latín y subir al Santuario de la Fuensanta donde quedamos impactados por las vistas de la huerta. Luego llegó la visita al museo Salzillo y a una catedral de belleza singular que nos cautivó, siendo luego nombrados hijos adoptivos de Murcia.

Nos faltaba por descubrir Cartagena: una ciudad cercana de graves resonancias cartaginesas y romanas. Nos sorprendió no ver el mar en esa ciudad marinera. En el puerto comprendimos la esencia estratégica de la ciudad y aprendimos lo que era un asiático. Pero Murcia era mucho más que una región sorprendente, de paisajes con profundos contrastes, que recorríamos en largas marchas. Descubrimos que en Portman caminábamos sobre una calzada romana. Admiramos el verdor de Sierra Espuña. En cabo Tiñoso sentimos el vértigo de sus acantilados, coronados por unos enormes cañones. Murcia era y sigue siendo sus gentes, su peculiar humor y su gran amor a la tierra. Unos murcianos con los que nunca nos sentimos forasteros y que fueron los responsables de que un apreciable porcentaje de nosotros se enlazara indisolublemente con esta tierra.

Vinimos a Murcia por la Academia General del Aire, queríamos conquistar el cielo, pero finalmente fue esta tierra, y sus gentes, la que nos conquistó.

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