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Berkshire Hathaway reunió este domingo a sus once principales directivos en un consejo inusual después de que su jefe, la leyenda inversora Warren Buffett, anunciara ... el día anterior que dejará el cargo a finales de este año. El 'oráculo de Omaha', como es apodado, comunicó su decisión de traspasar el cargo al vicepresidente, Greg Abel, en la junta de accionistas del holding. Mantendrá todas sus acciones y continuará aportando sus conocimientos, pero la «última palabra» la tendrá a partir de 2026 su nuevo director ejecutivo.
Enfrente tenía un auditorio donde era posible ver a Bill Gates, cofundador de Microsoft, Hillary Clinton y Priscilla Chan, la mujer del director ejecutivo de Meta, Mark Zuckerberg. A esta reunión anual se la conoce como el 'Woodstock de los capitalistas'.
Miles de pequeños inversores le aplaudieron. Los activos del consorcio están valorados en algo más de un billón de dólares y su valor bursátil asciende a 850.000 millones. Con Buffett se jubila una mirada única del gran capitalismo y una manera un tanto divertida de entender la vida empresarial. Pero también deja la trinchera el arquitecto de una marca que ejemplifica la cultura del éxito estadounidense y que, por lo tanto, han intentado atraerse políticos demócratas y conservadores en repetidas ocasiones.
A sus accionistas les ha enviado durante décadas una carta anual llena de reflexiones personales en vísperas de las juntas. Tras reseñar la cantidad astronómica –26.800 millones– que su emporio paga por el Impuesto de Sociedades, Buffett parecía en la última hacer una crítica al Gobierno de Donald Trump. «Cuide a los muchos que, sin tener la culpa, reciben las peores consecuencias en la vida. Se merecen algo mejor», escribió. Luego, en el cónclave, repitió una frase que figura entre sus preferidas: los aranceles comerciales son «un acto de guerra». El destinatario de la pulla es evidente, pero evitó pronunciar el nombre del presidente.
A Buffett se le identifica históricamente con los demócratas. Organizó campañas de donación a favor de Barack Obama. En 2016 apoyó a Hillary Clinton en las elecciones. E incluso participó en un mitin en el que desafió a Trump a publicar sus declaraciones fiscales. Pero el hermetismo político se ha vuelto muy importante en él y en su holding.
En las juntas está prohibido hablar de política. Los comunicados de su departamento de prensa son escasos, aunque el verano pasado Berkshire Hathaway declaró que «no respalda ni respaldará productos de inversión o candidatos políticos», ante la expectación de los medios sobre su preferencia: la demócrata Kamala Harris o Donald Trump. El pasado febrero desmintió el bulo de que elogiaba el plan económico del líder republicano. En estos tiempos turbulentos, prefiere evitar cualquier declaración que pueda perjudicar a sus empleados y accionistas.
A las juntas, que se celebran tradicionalmente en Omaha, donde nació en 1930, acuden entre 20.000 y 40.000 personas. Pequeños inversores, grandes ejecutivos y multimillonarios se dan cita en el acto. También los políticos que hayan comprado acciones. Es un espectáculo social. Buffett nunca ha tenido problemas en convertirlas en una mezcla de lección de economía y humor de cinco horas de duración, pese a un problema de timidez que solucionó leyendo a Dale Carnegie.
850.000 millones
de dólares es el valor bursátil de su emporio, Berkshire Hathaway, y sus activos están tasados en más de un billón. Las cifras que maneja son tan astronómicas que en su última carta anual a los accionistas detalló lo que paga en concepto de Impuesto de Sociedades: 26.800 millones.
Ha llevado a invitados como los Harlem Globetrotters y otros personajes públicos con el fin de debatir con ellos su visión de la economía y la sociedad. En una ocasión anunció su apuesta por Harley Davidson con una frase mítica: «Me gusta un tipo de negocio en el que los clientes se tatúan el nombre en el pecho». Con su socio de toda la vida, el vicepresidente Charlie Munger, solían improvisar diálogos al modo del inversor positivo y el pesimista. Munger falleció en 2023. También era oriundo de Omaha. Siendo un adolescente trabajó para el abuelo de Buffett en su tienda de alimentación. La universidad y el ejército le proporcionaron su «mejor habilidad: jugar a las cartas».
El magnate es un inversor que no se deja llevar por las emociones, se tiene prohibido endeudarse y ha comprado empresas y acciones subvaloradas a la espera de su reflotamiento a largo plazo. Por eso, sus detractores le tachan de «oportunista» aunque sobre ese epíteto prima una imagen de inversor inteligente y paciente que ha sabido combinar adquisiciones sin prisas con otras en compañías tipo Coca-Cola, capaces de aportar un beneficio constante. Dos lemas: no diversificar demasiado las inversiones ni comprar empresas cuyo funcionamiento no conozcas previamente.
Buffett se estrenó en el mercado de valores a los 11 años. A los 13 hizo su primera declaración de impuestos. Repartidor de 'The Washington Post', también vendía sellos, calendarios y pelotas de golf. Se fue haciendo un capital, hasta que con 21 años invirtió en la compra de una gasolinera con un amigo. La competencia montó otro surtidor enfrente y el negocio de Buffett cerró. Eso ocurrió en 1951. En 1956 fundó una agencia de inversiones con la financiación de su familia y, poco después, adquirió Berkshire Hathaway, su particular Camelot.
La compró como una empresa textil abocada a la ruina y la transformó en la matriz de un imperio con intereses en American Express, Heinz, Coca-Cola, General Electric, Johnson & Johnson, Moody's y un sinfín de firmas más, entre ellas el propio 'The Washington Post'. Y Apple. Tiene un 2% de las acciones de la gran tecnológica, pese a que ha usado un móvil de dos tapas hasta hace poco. En 2014 se dio cuenta del potencial económico del sector cuando vio a sus nietos manejar terminales de iPhone.
La compañía nunca se ha movido de Ohio. Tiene 27 empleados en la sede y 393.000 en todo el mundo. Le gusta la gente íntegra. A Buffett no le va la envidia ni la codicia. Y matiza: «No tiene nada que ver con la gula; yo he tenido grandes momentos en mi vida con la gula. Y no digamos con la lujuria». A Obama le recriminó que no elevase los impuestos a millonarios como él. «Dejad de mimar a los superricos», le espetó en un artículo. El presidente le respondió a la semana siguiente pidiéndole recetas contra el paro. Eran otros tiempos. Durante la reciente crisis electoral demócrata ha permanecido al margen. Quizás haya aconsejado a Harris en privado. Punto. Solo Biden le nombró en una ocasión para decir que había hablado por teléfono con él.
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