
Una tarde con los gladiadores
Paisajes con historia VI ·
Anfiteatro de Carthago Nova, Nonas Iulias (7 de julio). Año 3 d. C.Secciones
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Anfiteatro de Carthago Nova, Nonas Iulias (7 de julio). Año 3 d. C.ARÍSTIDES MÍNGUEZ BAÑOS
Viernes, 23 de agosto 2019, 02:21
La pantomima de la mañana había resultado hilarante. Titus se había reído a mandíbula batiente con las ocurrencias del actor que encarnaba a Paris, a quien habían caracterizado como un paleto. Su mentor Calístenes no había abandonado su cara de ajo, despotricando contra la irreverencia de los actores al representar de manera mundana a algunos dioses del Olimpo. Al acabar la función, se dirigió a los 3 altares que decoraban la orchestra. Estaban consagrados a la Tríada Capitolina: el central representaba a Júpiter mediante un águila con las alas desplegadas; a su diestra, Juno, en forma de pavo real y a su siniestra, Minerva, como una lechuza. Eran de factura excepcional. Los Paetus, su familia, los habían encargado a artesanos griegos. El heleno rezó ante cada uno de ellos para desagraviar a los dioses.
Habían comido en un ventorrillo de la zona portuaria una fritura de pescado exquisita. Calístenes, que no había parado de darle la tabarra sobre lo bárbaros que eran los romanos y que eran incapaces de ir al teatro como lo hacían los helenos, para quienes era algo casi sagrado, había trasegado dos jarras de clarete y estaba achispado.
Titus saboreaba cada grano de ese día de libertad, que le habían dado sus padres por motivo de los Ludi Apollinares. La ciudad resplandecía. Las calles estaban llenas de nativos y foráneos. Puestos ambulantes, donde se podía comprar de todo lo imaginable, y artistas callejeros coloreaban aún más las vías.
El niño zarandeó al esclavo, que roncaba su borrachera. No quería llegar tarde al anfiteatro. Tenían un palco reservado. Su cuñado patrocinaba los juegos porque quería que lo eligieran como duovir en las próximas elecciones. Bordearon el teatro y subieron a la recia muralla erigida por los púnicos, a fin de evitar las atestadas calles y acortar camino.
El anfiteatro se encontraba en la ladera del monte de Esculapio opuesta al teatro. Era bastante más antiguo que aquél. Databa de tiempos republicanos. Se decía que en ese mismo solar Escipión el Africano celebró los primeros juegos de gladiadores de Hispania para honrar a su padre y su tío, caídos en combate contra los cartagineses.
La cavea estaba llena. Los últimos rezagados accedían a sus respectivos sectores por los vomitoria que les señalaban la ficha, que los funcionarios les habían entregado según su condición social. Varios esclavos públicos rociaban a los espectadores con agua aromatizada. Los marineros de la flota habían corrido el velum y la sombra ayudaba a amortiguar el calor. Vendedores varios pregonaban su mercancía y los espectadores no dejaban de comprarles cucuruchos de garbanzos, altramuces, sesos y lenguas de pájaro o salchichas calientes.
Al fin su cuñado Salvius dio la señal para que empezaran los juegos. El primer espectáculo era la ejecución de unos criminales condenados a morir en la arena. Se trataba de algunos piratas, unos salteadores de caminos y dos parricidas. Primero los hicieron combatir contra una jauría de lobos famélicos y un león más viejo que el de Nemea. Los sobrevivientes fueron armados contra dos gladiadores tipo andabatae, de los que combatían con un casco que les cubría toda la cabeza sin huecos para los ojos. A pesar de su ceguera los andabatae exterminaron a los convictos.
El público bramaba pidiendo más sangre. Los esclavos limpiaron la arena de los cadáveres, vestidos de Caronte y otros seres infernales. Llegó el turno de los bestiarios: dos parejas de ellos combatieron primero contra un oso y luego contra un tigre. Era la primera vez que se veía uno de estos felinos en la ciudad. El público dio un pronunciado aplauso al editor de los ludi. Salvius estaba ufano cual pavo real. Tenía casi asegurada la elección.
El colofón lo pusieron las cuatro parejas de gladiadores que combatieron a continuación: dos reciarios contra dos mirmilones y dos tracios contra dos hoplómacos. El graderío bramaba. Calístenes fingía despreciar esos ritos tan bárbaros, pero había apostado por los hoplómacos, que vestían al estilo griego, y se asfixiaba cuando veía a alguno de ellos en peligro. Titus no podía ser más feliz.
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