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Arde Bogotá estalla con la claridad de una consagración
La formación cartagenera logra una incontestable victoria en casa con un apasionado concierto que encandiló a una multitud desatada
Amaneció en Cartagena como un viernes cualquiera. Oficinistas con esa mirada cansada que se refleja en los cubículos de cristal. Paradas con rostros inquietos, no ... por si llegará o no el autobús del amanecer, sino porque saben que lo hará. Sinfonías de tráfico a modo de despertador. El afilador dando vueltas a la manzana. Los primeros mails. Las primeras llamadas. Los primeros sobresaltos. El primer café. La primera pausa. Los penúltimos papeleos. La cama sin hacer. Las prisas. Los suspiros antes de arrancar. Jolgorio infantil, himno de las vacaciones de verano. Las calles desperezándose. Ponme media de aceite, un zumo de naranja y la cuenta, por favor. Los dedos manchados de tinta por el periódico. Los editoriales resonando desde el transistor. El Icue recibiendo a propios y extraños. El Molinete bordeando el horizonte. La Alameda refugiándose sobre sus propios árboles, verdes, frondosos, misteriosos como una caja fuerte sin contraseña. El paseo Alfonso XIII como una alfombra roja para las brújulas del sur. La arena de Cala Cortina esperando el acoso y derribo. La Casa de la Fortuna latiendo desde abajo. El sol arrinconado junto a las fortificaciones de Galeras, Fajardo y la Podadera. El Teatro Romano, corona y postal. El Cartagonova, imponente y desolado. Y los caminos que llevan al puerto. Y las ilusiones que desembocan en la Cuesta del Batel, espacio en el que, a golpe de certificación de un fenómeno basado en el talento más puro y excitante, todo cambió hasta convertir un día que podría haber sido uno más, o uno menos, en un acontecimiento y una huella.
Allí fue donde, enmarcado en la nueva edición del festival Cartagena Suena, el primero de los dos conciertos de Arde Bogotá se saldó con un triunfo sin paliativos, un arrase absoluto, una detonación de expectativas, la culminación del deseo, el arrebatador sabor de la certeza. Tras finalizar las primeras actuaciones de la jornada, firmadas por los interesantes proyectos artísticos de la murciana Julia Cry y la formación local Luvra, el escenario principal quedó inaugurado con el vértigo electrónico de Hoonine, propuesta de Carmen Alarcón, uno de los grandes talentos surgidos en los últimos años dentro de la escena regional, quien entregó una actuación a la altura de las circunstancias y sus dimensiones. Un vivificante prólogo que dejó el escenario en el punto exacto de cocción para que Antonio García, Dani Sánchez, Pepe Esteban y José Ángel Mercader entraran en él con la fuerza de mil montañas, la decisión inyectada en la mirada, una demoledora convicción y el objetivo tatuado en las venas de conquistar cada maldito rincón del imponente recinto. Acompañados por Pedro Quesada, escudero fiel que suda la camisa y la guitarra sin excusas y entiende y vive y se lanza a cada concierto como si fuese el último, Arde Bogotá lograron trasladar el ambicioso montaje estrenado a finales del pasado año en recintos cerrados, así como su glorioso impacto, a un espacio abierto donde resultaba imposible divisar la última de las filas. Así, el eclipse, figura visual y metafórica sobre la que se sustenta el sentido mismo del espectáculo, se hizo carne y metal, piel erizada y garganta en llamas, baile frenético, pirotecnia y melancolía, romanticismo y lujuria, descaro y madurez, recogimiento (poco) y épica (toda).
El arranque, en un golpe sobre la mesa marca de la casa, danzó al compás del desenfreno. 'Veneno' y 'Abajo' abrieron fuego sin miedo ni piedad, como un huracán desatado que resurge sin rastro alguno de grilletes. «Buenas noches a todos y todas, somos Arde Bogotá, vuestros amigos y vecinos, y hemos venido a bailar». Amén. Qué fuerza de la naturaleza es Antonio García. Qué manera de guiar a las masas, metérselas en los bolsillos, jugar con ellas, estremecerlas y desarmarlas, elevarlas y enamorarlas. Su voz, profunda como el océano que vigilaba atentamente sus espaldas, es la punta incisiva y robusta de una máquina musical que ha alcanzado una precisión abrumadora sin perder la electricidad por el camino.
Coquetearon abiertamente con el funk ('Nuestros pecados', 'Escorpio y sagitario'). Derritieron corazones y lacrimales con medios tiempos cuya poesía habita en las carreteras que cruzan un mapa de desiertos y casas pintadas de sal, con 'Copilotos', 'La salvación', precioso tema que tuvo que detenerse y volver a comenzar tras una pausa obligada por la asistencia médica a uno de los asistentes, y 'Exoplaneta', utilicemos sin dudar el término himno, a la cabeza. Se dejaron arropar por un maravilloso acompañamiento orquestal dirigido por Álvaro Pintado, director de la Joven Orquesta Sinfónica de Cartagena, en el tramo más memorable de la noche. Saltaron sobre colchones pop ('Qué vida tan dura', 'Sinvergüenza'). Elevaron el volumen de las entrañas del rock desde dentro ('Clávame tus palabras', 'Tijeras', 'La torre Picasso'). Dieron de lleno en el centro de la diana de la nostalgia ('Cowboys de la A3'). Y, en todos y cada uno de los casos, convencieron y cautivaron. Resultaron imponentes y apasionantes. En definitiva, emocionaron con un espectáculo que sumó además las colaboraciones de los cartageneros Arturo del Castillo, líder del grupo Calare, en la furiosa 'Flores de venganza', y de Antonio Muñoz Fernández, guitarrista, y el cantaor David Contreras 'Cardueli' en un pasaje flamenco que funcionó mejor sobre el papel, por lo significativo, que en la práctica. Único punto flojo dentro de un sobresaliente concierto que acabó con el poderoso tridente de bises formado por 'Los perros', 'Antiaéreo' y 'Cariño', contando esta última con el correspondiente baño de multitudes protagonizado por un valiente García que se lanzó al público antes del epílogo iluminado por los fuegos artificiales.
Y el mar, mientras las felices masas abandonaban la Cuesta del Batel, siguió a lo suyo, observando con ojos felinos, meciéndose como un campo de girasoles, encandilando a las nubes salvajes, dibujando sombras de gaviotas nocturnas, acostando a los faros sobre su regazo y bañando con suavidad, casi ternura, las orillas de una ciudad que se dejó el alma creando un recuerdo imborrable con Arde Bogotá. Aplaudiendo con orgullo y devoción a los suyos. Amaneció en Cartagena como un viernes cualquiera, pero su desenlace terminó retumbando con la claridad que representa a una consagración histórica, definitiva.
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