MAPAS SIN MUNDO (19/01/2020)
Al menos como yo la concibo, la paternidad no consiste en inculcarle a mi hijo mis ideas, sino en dotarlo de las herramientas suficientes para que pueda generar las suyas propias. Con 11 años que tiene, hay muchas cuestiones sobre las que no piensa igual que yo, y otras en las que todavía no posee argumentos suficientes para forjarse una opinión propia. Evidentemente, lo que ve y escucha en casa influye de una manera importante en la configuración de su pensamiento. Pero nos equivocaríamos si restringiéramos el conjunto de sus referentes a lo que vive diariamente en su hogar. Una madre y un padre han de ser libres para decidir la educación de sus hijos. Hasta aquí nada que objetar. Pero la libertad de los padres no puede ir contra la libertad de los hijos. Como padre, la realización de mi libertad solo puede pasar por el hecho de que mi hijo logre la suya propia. No quiero generar clones, sino individuos con la suficiente capacidad crítica como para decidir su propia vida. La lamentable fórmula del 'pin parental' constituye un acto de egoísmo máximo por parte de unos progenitores que se niegan a que sus hijos desborden su perímetro cultural. La educación está para eso -es decir, para llevar a cualquier individuo más allá de su entorno familiar, más allá de sí mismo-. El 'pin parental' no solo es una medida política cavernaria, sino un atentado contra los valores constitucionales más básicos. Por medio de su implementación, se vacía a los niños de su subjetividad y se los convierte en objetos, en meras marionetas. Eso no es querer a un hijo; eso es mermarlo, restarle capacidades, sustraerle una parte importante del mundo. La familia no debe ser una secta, sino un campo de libertad. No al 'pin parental'.
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Se ha vuelto a repetir. Un personaje público llora, y una parte de la sociedad se mofa de él. Y si, además, este personaje es un hombre, el encarnizamiento es mayor. Los hombres no lloran. Porque las lágrimas son de individuos sensibles y con sentimientos -es decir, de mujeres-. Una persona pública -sea hombre o mujer- debe ser un exponente de decoro y, por tanto, de virilidad. Mantener la compostura se ha llegado a convertir en un eufemismo de preservar el orden fálico. Quien subvierte el rigor de las reglas sociales y llora constituye una amenaza de castración para todos los ujieres de la sociedad heteropatriarcal. «¡Nos quiere cortar la polla!», regurgitan con espanto. No se dan cuenta de que, con sus reacciones cavernarias e indiscriminadas, otorgan a una lágrima el poder de convertirse en un contundente acto político. Llorar es revolucionario.
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La libertad jamás es estridente. Cuando de verdad acontece, todo fluye de una manera casi inadvertida, con una naturalidad que apenas llama la atención. Es la plenitud de ser y dejar ser. No hace falta nada más. Todo es muy sencillo. Increíblemente sencillo.
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El extremismo es la oportunidad de éxito de los mediocres.
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Todos nuestros problemas se reducen a la gestión fraudulenta de dos conceptos clásicos de nuestra cultura: suciedad y pureza. En un momento en que las tasas de contaminación (suciedad) amenazan la viabilidad de cualquier especie sobre la faz de la Tierra, la respuesta a este contexto de elevada e insostenible polución es una búsqueda de la pureza corporal y, por tanto, moral. De esta manera, establecemos un sistema de compensación suicida: a un problema mayúsculo se le pone como contrapeso otro problema mayúsculo. Y así, en este equilibrio, generamos un marco lo más represor posible. En lugar de enfrentarnos con decisión a la degeneración medioambiental, iniciamos un viaje de regreso hacia cuerpos puros, ortodoxos y lo más disciplinados posibles que nos aseguren la cuota de limpieza que necesitamos. Estos cuerpos operan mediante el principio de exclusión: de la mujer como sujeto, de los inmigrantes, del colectivo LGTBI, en suma, de todo aquello que se considere que ensucia y contamina el orden corporal hegemónico. Nos dirigimos hacia el triunfo de un estándar de pureza que muy pocos van a poder cumplir. Y ya se sabe -por demasiados episodios históricos- cuál es el destino de todo lo sobrante.
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La ética nunca ha sido una cuestión de proponer ideas, sino de respetar aquellas que no se comprenden. ¿Qué merito tiene aceptar lo que ya se conoce?
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Ser innovador no se encarga. O se es o no se es.