Carne y espinas
Minerva Piñero
Finalista
Jueves, 13 de junio 2024, 01:34
Ha crecido una rosa en mi costado. En comparación con el resto de personas que desayunaban en La Parienta, dotadas con brazos, culos, pies, meñiques, etc., esta flor despertaba expectación. Tengo, además, la certeza de que un hombre me siguió cuando salí del bareto. Estaba a mi izquierda, de pie.
-¿De dónde ha nacido? -preguntó, apenas sin mirarme a los ojos.
-¡Yo también quiero una! -gritó la rubia que regentaba el local.
Pagué y me despedí como un gato sigiloso que nada oculta, pero que no quiere ser visto. No obstante, dejé que me siguiera. Durante esa mañana, fue mi acosador particular y yo su musa. Tenía un seguidor, y para mí sola. No se atrevió a acercarse a menos de 10 metros, así que para observar su mirada me volteé en la calle del consultorio médico, en la esquina, hasta donde llegaba la fila.
-¿Quieres algo?
-¿Yo? Yo no sé qué quiero. Pero tu rosa me fascina.
El médico hizo lo que todos los médicos hacen: tras explicarle el extraño dolor que sentía por las noches, me recetó un somnífero para que pudiera pegar ojo y me indicó la salida con un portazo.
La receta me costó perder de vista a mi admirador, y casi me puse a llorar, pero me contuve y seguí en dirección a El Quemado. Necesitaba pan. En el mostrador, una gota de sangre intentó saltar desde la flor y manchar el cristal, sólo para fastidiar la labor de limpieza previa de la joven dependienta.
-¿Qué te ha pasado? ¿Cuál es tu verdad? -soltó.
Le pagué en efectivo y me largué. ¿Le importaban acaso a ella mis explicaciones?
Viví unos meses de gran protagonismo, gracias a mi rosácea. El cura del pueblo decidió modificar mi cartilla de nacimiento para llamarme 'La mujer atravesada' y, aunque no me sentía de tal forma, tuve que rendirme a la petición popular, ya que todos los vecinos realizaron una votación para cambiarme el nombre, sin consultar mi opinión.
Los de la ciudadela se habían enterado por una notilla en el periódico, y yo comenzaba a tener cada vez más acosadores particulares. Me los imaginaba bebiendo de mi sangre, deseándome, porque sé que en sus momentos de delirio lo habrían hecho; estoy segura.
-Es la rosa más bella que he visto en años.
-Quiero tocarla.
-Quiero arrancártela.
Muchos de esos hombres incluso la acariciaron, y por un momento sentí el calor humano. Algún descarado intentó besarme, y a alguno dejé que me penetrase, sobre todo a aquellos que me miraban con descaro y soezmente. En un momento dado, claudiqué y entablé una estrecha relación con un señor que resultó ser jardinero. Tardó diez días en confesarme su profesión y al undécimo intentó cortar los pétalos con un serrucho.
Sólo uno me planteó experimentar una relación romántica, por lo que estuve a punto de descuajarme una espina y clavársela.
Comencé a plantearme la relación con esta bella y dolorosa flor que no cesaba de crecer en mi costado y que había alcanzado los cinco metros de diámetro entre sus extremos. Me habría gustado que hubiera florecido un tallo más largo y que de ese tallo hubiera nacido otra flor, una tulipa, una orquídea, un clavel blanco.
Sin embargo, el tallo creció hacia mi interior, reproduciéndose por debajo de la primera capa de la dermis. Notaba cierto dolor, con gusto. Lo sentía como alambre de espino.
Mis largos paseos por las callejuelas y plazas revolucionaron el ambiente predecible al que estábamos acostumbrados. Algunos dedujeron que yo era una falla hecha persona -dos adolescentes quisieron prenderme fuego con un fósforo-.
Tras ver la gran expectación mediática que creaba la flor, mi médico de cabecera me llamó por voluntad propia para recetarme más somníferos. Un día me lo encontré dentro del televisor, en un programa explicando la precisión de mi diagnóstico, la extrañeza del caso y el tiempo que había invertido en mis recetas.
El doctor mediático me obligó a leerle a él y a su estudiante MIR las páginas de este diario. Les confesé que, si alguna vez habían dibujado con un compás en las clases del colegio, me entenderían.
Si se imaginaban cómo sería trazarse circunferencias en la piel, empezando desde la hipodermis, podrían comprenderme. Esos discos imaginarios crecerían hacia el exterior, llegarían hasta la dermis y después atravesarían la epidermis. Intenté expresarme con tecnicismos.
-El crecimiento de la rosa hacia el interior acabará matándote, pero una muerte real y solitaria valdrá la pena. O también podemos extirpártela para que continues con tu vida, con tu rutina, con tu incomprensión, con tu tristeza, con tu dolor, con tu soledad, con tus decepciones y asco hacia ti misma.
Abandoné el centro de salud y me imaginé desangrándome, por lo que en ese momento no tomé ninguna decisión. Volví a La Parienta: la rubia sabría darme un buen consejo. Sentía con fuerza las ramificaciones reproduciéndose en mi piel; una piel que ya no era mía o, al menos, así lo sentía.
El grupo de estudiantes que bebía en el bareto mostró su admiración hacia el dolor ajeno.
-¡Viva la sangre!
-¡Qué lancinante y bello sufrimiento!
Me desplomé como una palmera devorada por el picudo rojo, pensando en mi rutina, en la incomprensión, en mi tristeza, en mi dolor, con mis decepciones y asco hacia mí misma.
El cuerpo, imagino, quedó perforado por las espinas. La rosa, intacta.