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Antes de clausurar el cuatrimestre y de empezar a disfrutar de las vacaciones navideñas, vuelvo a preguntarles si han leído el Quijote: nadie levanta la ... mano. Les hago notar que seguramente, en sus años mozos, en el instituto, habrán leído algún que otro fragmento de la obra cervantina, aunque solo sea un trocito. Alguien levanta la mano: la escena de los molinos de viento (que, como todo el mundo sabe, es la más cinematográfica y la que más huella visual ha dejado en el imaginario colectivo, incluso entre los que nunca han leído la obra).
Entonces, algo reconfortado, les propongo un juego: abramos al azar el libro en la versión que manejo esta mañana (la de Martín de Riquer publicada para Planeta en 1998) y a ver qué pasa.
Nos topamos con la siguiente frase (el íncipit del cap. 61 de la II Parte): «Tres días y tres noches estuvo don Quijote con Roque, y si estuviera trescientos años, no le faltara que mirar y admirar en el modo de su vida: aquí amanecían, acullá comían, unas veces huían, sin saber de quién, y otras esperaban, sin saber a quién; dormían de pie, interrumpiendo el sueño, mudándose de un lugar a otro».
En cuatro líneas Cervantes es capaz de sumergirnos en la nueva aventura que vive el pobre hidalgo en el momento en el que se topa con Roque Guinart, el famoso bandolero que protagonizó las crónicas de 1610 por sus actuaciones en los alrededores de Barcelona. Y ya aquí surge la pregunta: ¿qué pinta un personaje histórico, representante de un fenómeno preocupante de la Cataluña de primeros del XVII, dentro de una trama novelesca y acompañando a alguien «ficticio» como el enloquecido Alonso Quijano el Bueno?
Conforme nos acercamos al final de la obra, Cervantes va introduciendo cada vez más elementos del mundo real. Paralelamente, Don Quijote va perdiendo fe en sus castillos construidos en el aire. El mismo Martín de Riquer llega a proponer que, efectivamente, Cervantes, cuando describe la playa y el mar de la Ciudad Condal, lo hace con tanta precisión que no hay que excluir que viajara realmente allí y que, incluso, llegara a conocer o a entrar en contacto con la doña Guiomar de Quiñones que cita en el capítulo anterior, una dama que el 14 de mayo de 1610, tal y como le cuenta a Felipe III en una carta, antes de embarcarse para Nápoles desde el puerto de Barcelona, fue sorprendida por una pandilla de bandoleros muy al estilo de los que Roque Guinart convirtió en leyenda negra.
Nos acercamos al final (faltan pocos capítulos para que Alonso Quijano reniegue de su locura y pida la extremaunción para morir como un buen cristiano) y la realidad penetra con cada vez más fuerza en la trama de la novela y Don Quijote se sorprende cada vez más gracias a lo que ve en el plano real.
Tres noches y tres días en compañía de un bandolero, de alguien obligado a esconderse y a huir de la ley, le permiten al loco hidalgo experimentar qué significa vivir en la sombra: «aquí amanecían, acullá comían» (los deícticos ya no permiten una narración lineal de los hechos: ¿dónde ubicar ese «aquí»? ¿dónde ese «acullá»?). «A veces huían, sin saber de quién, y otras esperaban, sin saber a quién». Es con estas frases bimembres, perfectas, escuetas, como Cervantes nos sumerge en el clima de suspense de quien vive fuera de la ley. Parece como si estuviéramos leyendo una novela de Ian Fleming o de Graham Greene: imaginémonos cómo tiene que ser vivir como un ladrón o un agente secreto, con la sombra del enemigo siempre al acecho. Y finalmente la descripción que remata el sentido de la vida del forajido: «Dormían en pie, interrumpiendo el sueño, mudándose de un lugar a otro». No hay paz ni descanso para quien huye, porque ha matado o sabe que matará, porque ha robado dinero y sabe que corre el riesgo de ir a las galeras. Nos preguntamos cómo habrá vivido esos tres días y esas tres noches alguien como Sancho Panza, poco ducho en el arte de la caballería andante y poco proclive a dormir de pie.
Cervantes es capaz de recrear un mundo a través de una descripción visual y escueta en la que la elipsis, paradójicamente, abre la puerta hacia otros mundos, otras vidas, otros personajes que, esta vez, como es el caso de Roque Guinart, forman parte de la vida real e histórica de su época. El cap. 61 es también el que le permitirá a Don Quijote contemplar el mar por primera vez: «parecióles espaciosísimos y largo, harto más que las lagunas de Ruidera, que en La Mancha habían visto». Y el lector se sigue sorprendiendo por esta capacidad tan cervantina de solapar visiones, mundos distintos y distantes, y de generar la risa o la sonrisa en quien lee, sobre todo si se trata de alguien que conoce las lagunas de Ruidera y puede percibir con los cinco sentidos el abismo que separa el mar de ese lugar de La Mancha del que sí se acordará.
'Don Quijote' es un libro infinito porque nadie podrá acotarlo o terminar de interpretarlo; y porque no dejará de sorprender a ese «desocupado lector» que se anime a acercársele.
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