Enhebrando ecos
La escritora jumillana Elena López Santos, ganadora del primer premio del certamen que convocan el Ayuntamiento de Abarán, la Fundación Cajamurcia y LA VERDAD, firma una emotiva reivindicación del periodismo radiofónico como medio para divulgar la literatura, las artes, el mundo clásico y la cultura en general
Empezó como un juego. El tablero era una mesa abrazada por los cables enredados de micrófonos, atestado de botellines de agua y esbozos de papeles. ... Los jugadores, el locutor local, bien conocido por la audiencia, y la anónima niña que un día empezó a acompañarle. Invitada los miércoles alternos por su elocuente altanería y brutal gramática, se sentaba en una silla que le caía grande y a la que seguro añadía un cojín para, ya cómoda, hacer pintar al oyente un mundo incorpóreo refugiado tan solo en las ondas y los sonidos. Era un juego, el inocente ardid de enhebrar las palabras por el hueco que dejan unos labios entreabiertos, de coser un telar de oraciones enlazadas con un sentido último, de tejer una historia.
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Quizás era la levedad de lo que se dice y no permanece escrito: 'Verba volant, scripta manent', lo que restaba solemnidad a aquella hora de coloquio, o la ausencia de símbolos a interpretar, de jeroglíficos ni dobles sentidos, la sinceridad de lo que nace de la boca sin quedar atropellado en la garganta, sometido a censura propia o ajena o tergiversado en los ojos. Quizás por eso parecía un juego, porque era fresco y simple, riguroso y delicado a la vez.
A ella le gustaba la pintura, hablaba de cuadros y libros. Tenía la edad indefinida de la inocencia desvaneciéndose, de la niña que empieza a conocer el mundo ya sin velo rosa ni edulcorantes, todavía celosa de su esperanza. Aquella voz femenina y jovial era trémula a veces, un hilo del que pendía el peso de sus ideas, pero también emocional y abierta, valiente y a punto de romperse, radical en el sentido de llegar hasta la raíz. Describía con sencillez y dulzura obras para mí desconocidas, de nombres soterrados bajo el olvido. Quien la escuchaba podía sentirse frente a un lienzo en el Museo del Prado, repasando cada línea a mano alzada, rozando con las yemas de los dedos cada trazo. No era necesario poner rostro a los protagonistas de Velázquez, ni monstruos a los infiernos del Bosco, ni paisajes a una pintura flamenca, no había obra más hermosa e imprecisa que aquella que acudía a la imaginación. Tenía especial predilección por Goya, una paradoja, porque él difícilmente podría haberla escuchado: se quedó sordo.
El locutor tenía la voz de un árbol maduro al que se le caen las hojas, de éstas al resquebrajarse, de ramas desnudas ondeando al viento o vientos que cuentan sueños de barro. Voz poderosa, enigmática, no exenta de acento al merendarse las D de los participios o alguna S final de palabra, voz con esencia. No vomitaba el boletín informativo de carrerilla con cada hora en punto. En su lugar construía una catedral sonora de sucesos y nuevas donde retumbaban los ecos de una reflexión a solas. No imponía, compartía. No opinaba, sugería. Describía los hechos sin precipitar un juicio, dialogaba con todas las partes sin decantarse, invitaba a pensar. Los miércoles alternos acompañaba las historias de la niña con atento interés y el término pertinente cuando a ella no le acudía a la lengua. Con el tiempo los papeles se fueron invirtiendo, y era la entonces adolescente la que matizaba algún vocablo o profundizaba en cierto concepto.
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La audiencia nunca era demasiada, fluctuaba en función de cuántos prendieran la antena del coche de camino al supermercado, de los familiares, vecinos y amigos a los que hubieran conseguido engañar, de si era un día de lluvia –y los había pocos–. Aquel espacio radiofónico, de apenas una hora quincenal, se convirtió para ambos en un altavoz de tapices perdidos y vestigios. No importaba cuántos los escuchasen, sino el poder mismo de tener voz, de utilizarla. De no vivir en un pueblo, aquellas voces no tendrían rostro para sus oyentes, y así quiero que hoy permanezcan, que se conozcan, como voces sin faz, sin antifaz. Comenzó como un juego, el de pasarse la palabra al igual que un tubérculo hirviendo o un hilo dorado, un trabajo en equipo. Pero todo juego cesa cuando no hay con quien jugar, cuando dos se reduce a la unidad. La colaboradora estrella debía marcharse del pueblo hasta la capital de provincia para cursar los estudios universitarios.
Durante aquellos años alejada de los micrófonos, estancadas en la mente las palabras, la joven se dedicó a vivir. Estudió. Se enamoró. Leyó. Se graduó. Viajó. Soñó con ser grande. Terminó por opositar. Casi un ciclo vital. Ahora, al volver a su tierra sin haber presentado un programa de televisión, ni habiéndose proclamado primera presidenta de España, –quienes la conocieron de niña le habían augurado una fama galáctica–, tan solo colabora con el periódico regional escribiendo una columna cultural. A tiempo completo es profesora de clásicas en el instituto de su pueblo. Es feliz.
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Le propusieron volver a la radio local, una vez retiraron al viejo de los sueños de barro. Ya hace dos años que la profesora emite un programa con la misma asiduidad que aquel que una vez ocupó sus tardes. En solitario entona los versos de poemas homéricos, adapta tragedias de Eurípides y Esquilo, cuenta quiénes fueron Hipatia o Safo, reivindica el pacifismo de Lisístrata en estos tiempos convulsos y versiona Antígona.
Ayer fue miércoles. Habló, más que del héroe que pasó diez años desandando el mar, de la fiel esposa que lo aguardó tejiendo y destejiendo un sudario, la verdadera heroína. Comparte nombre con ella: Penélope. Ambas tejen una historia con los hilos inmortales del pretérito, juegan con la rueca de las voces sin sepultura, o más bien, la profesora toma esas voces y las hace converger en la suya, todavía vivas. Sigue describiendo obras de arte. Sigue jugando con las palabras, enhebrando ecos.
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Por mi parte, no soy más que un viejo ciego que una vez tuvo la voz de un árbol, ya marchito. Un velo traslúcido empaña mi mirada. Desde el transistor reconozco a Penélope, ya sin miedo al micrófono, y soy capaz de ver a través de su voz.
* Elena López Santos (Jumilla, 2007) recibirá hoy en Abarán el VI Premio de Relato Corto 'Periodista Pedro Soler' que convocan el Ayuntamiento de Abarán, la Fundación Cajamurcia y LA VERDAD. Es escritora, actualmente estudia 2º de Bachillerato de Humanidades.
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