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Sello conmemorativo de Cela.
Mesa para cinco

Dulce envidia; solo así podremos ver la maravilla que somos y escondemos

Domingo, 21 de septiembre 2025, 07:54

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Dice Cela que el español no envidia. Si uno envidia a Cervantes, es porque quiere escribir el Quijote. Y en sus noches de vela eterna anhelará en el silencio de su bello sueño querer ser Cervantes. Y se habrá emocionado con las aventuras del hidalgo, con las graciosas a la par que profundas ocurrencias del escudero Panza, o con lecturas de sus otras obras ejemplares y entremeses, tan poco comunes en las lecturas de mi generación. Dice Cela, entonces, que el que envidia ama. Porque envidiar es (viva la etimología siempre) poner el ojo dentro de algo. Llevar la mirada de una forma tan profunda que termines por perderte. Es cierto que de aquí viene también, por deformación de uso junto a malus el concepto de mal de ojo y esa envidia que llamamos insana, que desde tiempos remotos ha hecho surgir amuletos y protecciones sacras y profanas varias. Pero eso no es envidia, eso es, en todo caso, como decía Catulo en el siglo I en sus poemas a Lesbia (malus invedere), una mirada codiciosa y sesgada que anhela lo que tiene el otro, es un concepto de posesión, no de admiración. El que envidia de verdad, quiere ser como el otro. No hay mayor acto de amor que la envidia. Es adorar tanto algo que tu mirada penetra y desbasta hasta el núcleo, para entender hasta el tuétano el objeto admirado. La persona amada. El español no envidia, que decía Cela. Si el español envidiara a Cervantes querría escribir como Cervantes. Las calles se llenarían de escritores intentando crear sus Persiles, Sigismundas, Rinconetes o Cortadillos. Si el español, sea quién sea, envidiara la poesía bella, las palabras precisas, los modismos reveladores, el español, por los españoles, habría compuesto épicos poemas laudatorias a sus buenos literatos, músicos y cineastas, que haberlos, haylos.

Pero el español no envidia. El español codicia. Y entonces pinchamos en hueso. Porque la codicia, cupido, deseo, oh etimología muéstrame el camino, quiere la apariencia, el poder, el éxito, la repercusión, lo accesorio y contingente, lo superfluo, lo crematístico, la alfombra roja; no envidia, no quiere crear, quiere tener su fruto, desea ser envidiado, desea ser querido, codicia el amor.

Si envidiáramos, como dice Cela que el español no hace, amaríamos. Si pusiéramos nuestros ojos en el fondo profundo y basal de las obras, de los versos y pinturas, si amáramos cómo Velázquez nos mostraba el aire y el espacio, o cómo nuestro vecino consigue el abrillantado de su coche, el amor sería el motor que empuja y la aguja que guía. El amor y la excelsa ocupación en mejorarnos a nosotros mismos para ser capaces de llegar a ser y crear como la persona amada, admirada. Porque admirar no es ver. Admirar es acercarse (ad) a los maravilloso (mirus). Nuestra mirada proviene de la maravilla, no del recelo y el hurto. Mirar es maravillarse. Admiramos, miramos, porque vemos la maravilla, nos acercamos a ella y queremos replicarla, entenderla, por eso ponemos en ella los ojos y por tanto, la envidiamos. No me salgan con esa paparrucha de la envidia sana, la envidia es sana, por pura definición, lo sabía Cela, que sabía muchas cosas, y las que se callaría el hombre, y ahora también lo sabemos nosotros, que deberíamos, por pura salud mental, envidiar también a Cela, obviamente.

Aprendamos a ver con amor en lo que hacen los otros, admiraremos entre todos lo bueno, y dejémonos de miradas recelosas y codiciosas

Si envidiamos, admiramos, miramos la maravilla, lanzamos nuestra mirada en el fondo de algo, y nos maravillamos, solo es amor lo que damos y recibimos.

¿Es este domingo propicio a tales palabras pegajosas y faltas de maldad? Pues sí, que si para algo me dejan un espacio los buenos señores de este periódico, al menos que sea para que proponeros que aprendamos a mirar. Que no tengamos miedo de envidiar. Y que nos admiremos mutuamente porque solo así podremos ver la maravilla que cada uno somos y escondemos. Ante tanto codicioso insano, lanzador de mal de ojo de scroll infinito, y sombra recelosa de los éxitos ajenos, tendamos una mano hacia lo otro, no dejemos que desaparezca lo distinto, y con placidez y curiosidad lancemos la vista limpia y sincera hacia lo que difiere de nuestra piel, al mundo que nos rodea, por cercano o lejano que nos parezca.

Envidiemos lo bueno del vecino, a la mujer del prójimo, el coche del compañero de trabajo, las vacaciones de los primos, aprendamos a ver con amor en lo que hacen los otros, en lo que tienen los demás, para, tal vez así, admirar entre todos lo bueno, y dejarnos de miradas sucias, recelosas y codiciosas.

Envidien más, miren la maravilla, amen y admiren sin límite, y pasen un buen domingo.

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