¿Cuánto queda para llegar a Sevilla?
'El querido hermano' ·
Joaquín Pérez Azaústre ha escrito un libro repleto de verdad y henchido de ternura ciega hacia dos personajes, los hermanos Machado, que, ya en pleno siglo XXI forman parte, con letras doradas, de la historia de la literatura, no tanto por sus vidas, tan opuestas y contradictorias, sino por sus obras, que siguen resistiendoLa imagen de la sobrecubierta -Galaxia Gutenberg siempre ha cuidado con especial esmero estos detalles-, con un Manuel Machado crepuscular, aunque solo cuenta con cincuenta ... y ocho años, que enciende un cigarrillo y cuya llama nos descubre, en un claroscuro barroco, digno de un Valdés Leal, unos ojos de hastío y una boca de sed, así como ese gesto de torero veterano, medio gitano y medio parisién, ya es todo un síntoma, una pista nada despreciable, de lo que encierran estas páginas, escritas con esmero, con un lenguaje extremadamente cuidado, con frases de verdadera fantasía, donde se aprecia ese tono elegíaco, nostálgico y sublime, imprescindible para llevar a cabo con éxito un libro de esta índole.
No en vano, su autor, Joaquín Pérez Azaústre (Córdoba, 1976) ha sido cocinero antes que fraile, como se dice en el argot popular. O lo que es lo mismo: al margen de su brillante carrera como narrador, su nombre consta como celebrado poeta, con premios como el Adonáis o el Gil de Biedma.
Las palabras iniciales de su novela, 'El querido hermano', son fundamentales para entender e imaginar el desarrollo de esta: «Manuel Machado sabe que su hermano Antonio acaba de morir». Un Antonio que no sólo es el hermano del alma, su querido hermano, su mejor amigo: ha muerto su compañero en la literatura y en la vida, como se indica en estas mismas páginas, en el primer capítulo de la obra.
Manuel tiene sesenta y cinco años cuando recibe la noticia, aún no confirmada del todo, en medio de la confusión bélica. Muchos años para una vida un tanto jaranera y loca -como en la canción de Francisco Céspedes- en los tugurios de París, viviendo la tragedia ridícula de la bohemia, con mucha absenta -el 'hada verde', el licor de las damas solitarias, de Baudelaire y de todos los poetas simbolistas, que produce alucinaciones del espíritu-, que alegra el corazón pero que machaca el hígado y adormece la sesera.
Manuel Machado ha ido a visitar a su hermana a Burgos y allí, viendo desvanecerse el humo del tiempo, queda atrapado al estallar la guerra, por lo que no le queda otro remedio que acomodarse a las circunstancias e inventarse una nueva vida para evitar las represalias de los nuevos 'mandamases' de una recién estrenada España beata, inculta y marcial.
Pérez Azaústre, sin apabullar en exceso, no rehúye del contexto histórico por el que se mueve Manuel durante ese tiempo. De ahí que aparezcan, irremediablemente, los nombres de Giménez-Arnau o José María Pemán, en el lado de los vencedores, y Tomás Navarro Tomás, Juan Ramón Jiménez y tantos otros intelectuales, que dieron con sus huesos en el exilio, en la parte republicana. Pero tal circunstancia no deja de ser un simple telón de fondo, del que, incluso, podía haber prescindido. Lo que le interesa al autor de estas excelentes páginas es la figura de Manuel Machado y, ya de paso, la de su hermano Antonio.
El sitio que merece
Se diría que una de las principales preocupaciones de Pérez Azaústre es devolver al sitio que merece al mayor de los hermanos, a Manuel, con el que, con la llegada de la democracia a España, hemos tenido muy poca piedad. En este sentido, resulta demoledora la reflexión del autor de estas páginas cuando habla de esa especial dureza y del cainismo patrio a la hora de quebrantar las presuntas sombras de un hermano «para verter los focos sobre el otro».
El consabido, ancestral y estúpido maniqueísmo español nos ha llevado, a lo largo del tiempo, a esa visión comparativa y poco contrastada entre los dos hermanos, sin reparar en otras circunstancias: don Antonio, el mártir, el auténtico poeta, y Manuel, el facha, el escritor guasón, frívolo, vividor y golfo que fue capaz de escribir un soneto dedicado al Caudillo, y justificar públicamente el golpe militar.
Aun así, siendo Manuel el que acapara la atención, con la incorporación de algunos de sus más conocidos versos, Antonio, por su parte, tampoco sale mal parado. Es evidente que esta figura, en los días previos a su muerte, o durante su juventud, cuando visita a su hermano en París, posee una magia especial, un atractivo poco común. Y así se expresa en pasajes verdaderamente conmovedores, como cuando una de las queridas de Manuel, Miette, se fija en el hermano menor, en Antonio, con sus zapatones, como un clown melancólico que se hubiera limpiado el maquillaje de la cara, frente al traje y el chaleco entallado de Manuel, que parece feliz en ese ambiente canalla y lupanario.
El capítulo final, 'Colliure', por razones obvias, merece un comentario aparte. Ahí termina el itinerario del viaje de Manuel, que acude presto a la tumba de su hermano a rendirle homenaje. Y ahí se reproducen las palabras de la madre de ambos poetas, doña Ana Ruiz, cuando, camino del exilio, por la senda por la que no han de volver jamás, ya cerca de la frontera francesa, con la ingenuidad y la lucidez de quien está al borde de la muerte, pregunta: '¿Cuánto queda para llegar a Sevilla?'.
Joaquín Pérez Azaústre ha escrito un libro repleto de verdad y henchido de ternura ciega hacia dos personajes que, ya en pleno siglo XXI, forman parte, con letras doradas, de la historia de la literatura española, no tanto por sus vidas, tan opuestas y contradictorias, sino por sus propias obras, que siguen resistiendo -y saliendo victoriosas- un análisis exhaustivo, a prueba de lectores exigentes.
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